Cuando Conocí a Marta: Un Dilema en la Mediana Edad

«¡Javier, por favor, no me digas que otra vez olvidaste recoger a los niños!» La voz de Ana resonaba en mi cabeza como un eco constante de reproches y decepciones. Me encontraba en la oficina, mirando el reloj, mientras mi mente divagaba entre los papeles desordenados sobre mi escritorio y el recuerdo de la sonrisa de Marta. Marta, con su cabello castaño ondeando al viento y esa risa contagiosa que parecía iluminar cualquier habitación.

Había llegado al trabajo hacía apenas unos meses, pero desde el primer día su presencia había sido como un soplo de aire fresco en mi monótona existencia. A mis 55 años, me encontraba atrapado en una rutina que había dejado de emocionarme hace mucho tiempo. Ana y yo llevábamos casados más de veinte años, y aunque alguna vez hubo amor y pasión, ahora solo quedaban discusiones sobre las cuentas por pagar y quién recogería a los niños del colegio.

«Javier, ¿estás bien?» La voz de Marta me sacó de mis pensamientos. Estaba parada frente a mí con una taza de café en la mano y una mirada de preocupación en sus ojos.

«Sí, sí, solo estaba pensando en… cosas», respondí torpemente, intentando no revelar el torbellino emocional que se había desatado dentro de mí desde que ella llegó.

A medida que pasaban los días, nuestras conversaciones se hicieron más frecuentes. Hablábamos de todo: desde nuestros sueños frustrados hasta las pequeñas alegrías cotidianas. Con ella, sentía una conexión que hacía tiempo no experimentaba. Me hacía sentir vivo, joven otra vez.

Una tarde, mientras caminábamos juntos hacia el estacionamiento después del trabajo, Marta se detuvo y me miró fijamente. «Javier, he notado que últimamente estás distante. ¿Hay algo que quieras contarme?»

Su pregunta me tomó por sorpresa. ¿Cómo podía explicarle que cada día me debatía entre el deseo de seguir con mi vida tal como estaba o arriesgarlo todo por la posibilidad de algo nuevo? «Es complicado», le dije finalmente. «A veces siento que estoy viviendo una vida que ya no es mía.»

Marta asintió comprensivamente. «Entiendo más de lo que crees», dijo suavemente. «Yo también he pasado por momentos así.»

Esa noche, mientras cenaba con Ana y los niños, no podía dejar de pensar en las palabras de Marta. ¿Era posible que ella también estuviera buscando algo más en su vida? ¿Y si ambos podíamos encontrar esa felicidad juntos?

Sin embargo, cada vez que pensaba en dejar a Ana, una ola de culpa me invadía. Ella había sido mi compañera durante tantos años, la madre de mis hijos. ¿Cómo podía siquiera considerar romper nuestra familia por un sentimiento que quizás solo fuera pasajero?

Los días se convirtieron en semanas y mi dilema no hacía más que crecer. Marta y yo nos volvimos más cercanos, pero nunca cruzamos esa línea invisible que separa la amistad del romance. Sin embargo, el simple hecho de imaginarlo me llenaba de una mezcla de emoción y miedo.

Una tarde lluviosa, mientras Marta y yo compartíamos un paraguas camino al metro, ella se detuvo abruptamente. «Javier», dijo con voz temblorosa, «no puedo seguir así. Necesito saber si esto es solo una ilusión o si realmente hay algo entre nosotros.»

Mi corazón latía con fuerza mientras buscaba las palabras adecuadas. «Marta, tú has traído luz a mi vida en un momento en que todo parecía oscuro», confesé finalmente. «Pero tengo una familia…»

Ella asintió lentamente, sus ojos reflejando una tristeza profunda. «Lo entiendo», dijo antes de alejarse bajo la lluvia.

Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar a Ana mientras dormía plácidamente a mi lado. Recordé los buenos momentos que habíamos compartido y las promesas que nos habíamos hecho cuando éramos jóvenes e ingenuos.

Al día siguiente, decidí hablar con Ana. «Necesitamos hablar», le dije mientras nos sentábamos en la sala después de que los niños se fueron a dormir.

«¿Sobre qué?» preguntó ella con un tono cansado.

«Sobre nosotros», respondí con firmeza.

Le conté sobre mis sentimientos de insatisfacción y cómo había conocido a alguien que me había hecho replantearme muchas cosas. Ana me escuchó en silencio, sus ojos llenos de lágrimas.

«Javier», dijo finalmente con voz quebrada, «siempre supe que algo estaba mal entre nosotros, pero nunca pensé que llegaríamos a esto.»

Nos quedamos en silencio durante lo que pareció una eternidad antes de que ella hablara nuevamente. «Si realmente crees que puedes ser feliz con otra persona, no quiero detenerte», dijo con una valentía que me sorprendió.

Esa noche tomé una decisión. No podía seguir viviendo una mentira ni arrastrar a Ana y a los niños en mi confusión emocional. Al día siguiente hablé con Marta y le expliqué mi decisión de intentar salvar mi matrimonio.

Marta me miró con tristeza pero también con comprensión. «Espero que encuentres lo que buscas», dijo antes de darme un abrazo final.

Ahora, mientras escribo estas palabras desde la tranquilidad de mi hogar renovado junto a Ana, me pregunto si tomé la decisión correcta. ¿Es posible encontrar la felicidad dentro de las mismas paredes donde alguna vez solo hubo rutina? ¿O simplemente estoy prolongando lo inevitable? Solo el tiempo lo dirá.