El precio del amor: una cita inolvidable

«¡No puedo creer que hayas hecho eso!» exclamé, mi voz temblando de incredulidad y rabia. Estábamos en medio de un pequeño restaurante en el corazón de Madrid, rodeados de mesas llenas de parejas que disfrutaban de su cena. Mis palabras resonaron en el aire, atrayendo miradas curiosas de los comensales cercanos.

Todo comenzó unas semanas atrás, cuando decidí darle una oportunidad al mundo de las citas en línea. Después de varios intentos fallidos y conversaciones que no llevaban a ninguna parte, apareció Javier. Su perfil era encantador: un hombre de 35 años, amante del arte y la música, con una sonrisa que prometía aventuras y una vida llena de emociones. Nos escribimos durante días, compartiendo historias y sueños, hasta que finalmente decidimos conocernos en persona.

La noche de nuestra cita, me sentía nerviosa pero emocionada. Me puse mi vestido favorito y llegué al restaurante unos minutos antes. Javier llegó poco después, con una camisa azul que resaltaba sus ojos oscuros y una actitud despreocupada que me hizo sentir cómoda al instante.

La cena comenzó bien. Hablamos sobre nuestras familias, nuestras carreras y nuestras pasiones. Javier tenía un sentido del humor encantador y una forma de contar historias que me mantenía cautivada. Sin embargo, a medida que avanzaba la noche, empecé a notar pequeños detalles que me inquietaban.

Primero fue su insistencia en hablar solo de sí mismo. Cada vez que intentaba compartir algo sobre mí, él encontraba la manera de redirigir la conversación hacia sus logros y experiencias. Luego, su actitud hacia el personal del restaurante me dejó incómoda; era condescendiente y exigente, como si estuviera acostumbrado a ser tratado como un rey.

Pero lo que realmente encendió las alarmas fue cuando llegó la cuenta. «Vamos a dividirla», declaró Javier con una sonrisa despreocupada. No era el hecho de dividir la cuenta lo que me molestaba, sino la forma en que lo dijo, como si fuera un hecho consumado sin siquiera consultarme.

«Pensé que habías dicho que esta cena era tu invitación», respondí, recordando claramente sus palabras durante nuestra conversación previa.

«Sí, pero creo que es más justo así», replicó con un tono que no admitía discusión.

Me quedé sin palabras por un momento, tratando de procesar lo que acababa de suceder. No era solo el dinero; era la falta de consideración y respeto lo que me dolía. Sentí cómo mi rostro se calentaba por la vergüenza y la ira.

«No es por el dinero, Javier», dije finalmente, tratando de mantener la calma. «Es por cómo manejaste esto.»

Él se encogió de hombros, aparentemente indiferente a mis sentimientos. «No veo cuál es el problema», dijo con una sonrisa que ahora parecía más una mueca.

En ese momento, supe que había cometido un error al ignorar las señales de advertencia. Mi intuición había estado gritándome toda la noche, pero mi deseo de encontrar algo real y significativo me había cegado.

Me levanté lentamente, sintiendo las miradas de los demás sobre mí. «Creo que es mejor que nos despidamos aquí», dije con firmeza.

Javier pareció sorprendido por mi decisión, pero no hizo ningún esfuerzo por detenerme. «Como quieras», dijo simplemente.

Salí del restaurante con el corazón pesado pero aliviado por haber tomado una decisión difícil pero necesaria. Caminé por las calles iluminadas de Madrid, reflexionando sobre lo sucedido.

¿Por qué ignoramos las señales cuando están justo frente a nosotros? ¿Por qué nos aferramos a la esperanza cuando todo indica lo contrario? Tal vez porque el deseo de encontrar amor nos hace vulnerables a aceptar menos de lo que merecemos.

Mientras me alejaba del restaurante, me prometí a mí misma no volver a ignorar mi intuición. El amor verdadero no debería tener un precio tan alto.