El Silencio de Victoria: Un Enigma de Soledad

«¿Por qué sigues sola, Victoria?» La pregunta de Javier resonó en mi mente como un eco interminable mientras nos sentábamos en aquel pequeño café en el corazón de Madrid. Su mirada era intensa, llena de curiosidad y una pizca de desafío. No era la primera vez que alguien me lo preguntaba, pero había algo en su tono que me hizo querer responder con sinceridad.

«No es una elección fácil de explicar», comencé, mientras mis dedos jugaban nerviosamente con la servilleta. «Pero si tienes tiempo, puedo intentar contarte mi historia».

Javier asintió, apoyando los codos sobre la mesa, dispuesto a escuchar. Respiré hondo y comencé a desenterrar recuerdos que había mantenido enterrados durante años.

«Crecí en un pequeño pueblo en Galicia», dije, mi voz apenas un susurro. «Mi madre, Carmen, era una mujer fuerte y decidida, pero mi padre, Antonio, era todo lo contrario. Era un hombre roto, consumido por el alcohol y la amargura. Recuerdo noches enteras escondida bajo las sábanas, escuchando sus gritos y el sonido de los objetos rompiéndose contra las paredes».

Javier me miró con empatía, pero no interrumpió. «Mi madre siempre decía que el amor lo podía todo», continué. «Pero yo veía cómo cada día se desvanecía un poco más, atrapada en un matrimonio que la destruía lentamente. Cuando cumplí dieciocho años, decidí que nunca permitiría que alguien me hiciera sentir así».

«¿Y lo lograste?», preguntó Javier suavemente.

«De alguna manera», respondí con una sonrisa triste. «Me fui a la universidad en Madrid y me prometí a mí misma que nunca volvería a depender emocionalmente de nadie. Me concentré en mis estudios, en mi carrera como arquitecta, y construí una vida que pensé que me haría feliz».

«Pero aquí estás», dijo Javier, señalando el vacío que sentía en mi interior.

Asentí lentamente. «Aquí estoy», repetí. «He tenido relaciones a lo largo de los años, pero siempre terminaban igual. En cuanto sentía que alguien se acercaba demasiado, me alejaba. El miedo a repetir la historia de mis padres era más fuerte que cualquier deseo de compañía».

Javier se inclinó hacia adelante, sus ojos buscando los míos. «¿Y qué pasa si te digo que no todos somos como tu padre? Que algunos de nosotros sabemos amar sin destruir».

Su pregunta me dejó sin palabras por un momento. «Lo sé», admití finalmente. «Pero el miedo es un enemigo poderoso».

Hubo un silencio entre nosotros, lleno de comprensión y algo más profundo que no podía identificar. «¿Y si te dijera que estoy dispuesto a esperar?», sugirió Javier con una sonrisa esperanzada.

Mi corazón dio un vuelco ante su oferta inesperada. «No quiero hacerte esperar por algo que quizás nunca llegue», le advertí.

«A veces vale la pena esperar», respondió con firmeza.

Nos quedamos en silencio nuevamente, cada uno perdido en sus pensamientos. Sabía que Javier era diferente, pero también sabía que mis cicatrices eran profundas y no desaparecerían fácilmente.

«Quizás algún día», murmuré finalmente, más para mí misma que para él.

Javier sonrió y asintió, como si entendiera más de lo que yo misma comprendía. «Cuando estés lista», dijo simplemente.

Nos despedimos esa noche con una promesa tácita de mantenernos en contacto. Mientras caminaba de regreso a casa bajo las luces titilantes de la ciudad, me pregunté si realmente podría abrir mi corazón alguna vez.

La soledad había sido mi refugio durante tanto tiempo que no sabía si estaba lista para dejarla ir. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentí una chispa de esperanza.

¿Es posible encontrar el amor sin perderse a uno mismo? ¿Podré algún día dejar atrás el miedo y permitir que alguien entre en mi vida? Solo el tiempo lo dirá.