Entre Robots y Soledad: El Precio de la Eficiencia

—¿De verdad crees que una cafetera puede darte los buenos días? —me gritó Lucía desde la puerta, con la maleta en la mano y los ojos llenos de lágrimas.

Me quedé paralizado, viendo cómo se marchaba. El portazo resonó en el piso como un disparo. Era martes, las siete y media de la mañana, y yo solo pensaba en que mi nuevo robot aspirador aún no había terminado su ruta. No supe qué decirle. No supe si debía detenerla o dejarla ir. Solo sentí un frío extraño, como si la casa entera se hubiera vaciado de golpe.

Mi nombre es Tomás, tengo cuarenta y dos años y vivo en un barrio de las afueras de Madrid. Trabajo como ingeniero informático y, desde pequeño, siempre he sentido fascinación por las máquinas. Cuando Lucía y yo nos casamos, hace ya doce años, ella solía reírse de mi obsesión por los cacharros electrónicos. Pero con el tiempo, esa risa se fue apagando.

Todo empezó cuando compré el primer asistente de voz para la casa. «Así no tendrás que recordarme que saque la basura», le dije a Lucía, intentando bromear. Pero ella solo me miró con una mezcla de resignación y tristeza. Luego vinieron el frigorífico inteligente, la lavadora conectada al móvil, las luces automáticas, el robot que plancha camisas… Cada vez que llegaba un paquete nuevo a casa, Lucía parecía encogerse un poco más.

—¿No ves que esto nos está separando? —me dijo una noche mientras cenábamos en silencio, interrumpidos solo por el zumbido del lavavajillas inteligente.

—No digas tonterías, Lucía. Así tenemos más tiempo para nosotros —le respondí sin apartar la vista del móvil.

Pero ese «nosotros» se fue desvaneciendo. Las conversaciones se volvieron escasas, los silencios eternos. Yo estaba convencido de que la eficiencia era la clave para una vida mejor. Si todo funcionaba solo, ¿qué podía salir mal?

Un día llegué a casa y encontré una nota en la mesa del salón:

«Tomás, me voy unos días a casa de mi hermana. Necesito pensar. No sé si quiero seguir viviendo rodeada de máquinas en vez de personas. Lucía.»

No reaccioné. Me limité a programar la cafetera para que me preparara el café a las siete en punto y le pedí al asistente que pusiera mi lista de reproducción favorita. Pero el café sabía amargo y la música sonaba hueca.

Pasaron los días y la casa empezó a pesarme. El robot aspirador hacía su trabajo impecable, pero el suelo seguía frío. El frigorífico me avisaba cuando faltaba leche, pero nadie me preguntaba cómo había ido mi día. Las luces se encendían solas al entrar en el dormitorio, pero no había nadie esperando en la cama.

Una tarde, mientras cenaba solo frente al televisor, recibí un mensaje de Lucía: «¿Has pensado alguna vez en lo que realmente necesitas? Yo sí».

Me quedé mirando la pantalla del móvil durante minutos interminables. ¿Qué necesitaba realmente? ¿Más eficiencia? ¿Más aparatos? ¿O simplemente a Lucía?

Empecé a recordar los domingos por la mañana, cuando preparábamos churros juntos y nos reíamos porque siempre se nos quemaban algunos. O las noches de verano en la terraza, hablando hasta tarde mientras escuchábamos el bullicio lejano de la ciudad.

Decidí llamarla. El teléfono sonó varias veces antes de que contestara.

—¿Sí?

—Lucía… —mi voz tembló—. Lo siento. Creo que he confundido comodidad con felicidad.

Hubo un silencio largo al otro lado.

—No sé si basta con pedir perdón, Tomás —dijo finalmente—. Me sentía invisible en nuestra propia casa.

—Lo sé… Pero quiero cambiarlo. Quiero volver a hablar contigo sin que una máquina interrumpa cada frase. Quiero que seas tú quien me despierte con un beso, no una alarma programada.

Lucía suspiró.

—No es tan fácil como apagar un interruptor…

Colgamos sin llegar a ninguna conclusión. Pero esa noche dormí peor que nunca.

Al día siguiente, empecé a desconectar uno a uno los aparatos inteligentes. El silencio era abrumador al principio, pero poco a poco sentí algo parecido a alivio. Llamé a mi madre para invitarla a comer el domingo; hacía meses que no hablábamos más allá de mensajes rápidos por WhatsApp.

El sábado por la tarde fui al mercado del barrio y compré flores frescas para ponerlas en casa. Al volver, me crucé con Carmen, mi vecina del tercero.

—¡Hombre, Tomás! ¡Cuánto tiempo sin verte! —exclamó con una sonrisa cálida—. ¿Todo bien?

Por primera vez en mucho tiempo, sentí ganas de hablar con alguien.

—Bueno… He tenido días mejores —admití.

Carmen me invitó a tomar un café en su casa y hablamos durante horas sobre todo y nada: sus nietos, el precio del aceite de oliva, las obras interminables en la calle Alcalá… Al despedirme, me abrazó fuerte.

Esa noche escribí una carta para Lucía:

«He aprendido que ninguna máquina puede abrazar ni escuchar ni mirar a los ojos como tú lo haces. La eficiencia no sirve de nada si no hay amor ni compañía para compartirla. Te echo de menos cada día».

No sé si Lucía volverá algún día. Pero ahora entiendo que lo importante no es tener una casa perfecta sino un hogar lleno de vida, aunque sea caótico y desordenado.

A veces me pregunto: ¿Cuántos más como yo estarán perdiendo lo esencial por perseguir una perfección vacía? ¿De verdad creemos que podemos programar la felicidad?