En la sombra de mi reflejo: La historia de Lucía, Marta y Patricia

—¿De verdad vas a salir así, Lucía? —La voz de mi madre retumbó desde el pasillo, cortante como un cuchillo. Me miré al espejo, insegura. El vestido azul que había elegido para la fiesta de Marta me parecía ahora demasiado atrevido, demasiado yo. Pero ¿quién era yo, realmente? ¿La hija obediente que nunca levantaba la voz o la mujer que quería gritarle al mundo que existía?

Esa noche, mientras bajaba las escaleras del portal en Chamberí, sentí el peso de todas las miradas invisibles. Marta me esperaba en la esquina, fumando con nerviosismo. Siempre había sido la valiente del grupo, la que se atrevía a decir lo que pensaba. Patricia llegó tarde, como siempre, con el maquillaje impecable y una sonrisa ensayada.

—¿Preparadas para ser las reinas de la fiesta? —bromeó Patricia, pero sus ojos buscaban aprobación.

Nos abrazamos fuerte, como si ese gesto pudiera protegernos de lo que estaba por venir. Caminamos juntas hacia el bar de moda en Malasaña, esquivando comentarios de desconocidos y miradas que nos desnudaban sin permiso.

Dentro, la música era un refugio y una trampa. Marta se lanzó a bailar sin miedo, mientras Patricia se refugiaba en el baño para retocarse el maquillaje cada media hora. Yo me quedé en la barra, observando a la gente, preguntándome si alguna vez sería suficiente.

—¿Por qué no bailas? —me preguntó un chico con acento andaluz.

—No me apetece —mentí. En realidad, tenía miedo de hacer el ridículo.

Aquel fue el comienzo de una noche que no olvidaríamos jamás. Entre risas y copas, los secretos empezaron a salir a flote. Marta confesó que su novio le había pedido que dejara de trabajar porque «una mujer de verdad cuida de su casa». Patricia admitió que llevaba meses luchando contra la ansiedad y que su madre le repetía cada día: «Con esa cara tan seria no vas a encontrar marido».

Yo guardé silencio. Nadie sabía que llevaba semanas sin dormir bien, que cada mañana me costaba más mirarme al espejo y reconocerme. Que sentía que mi vida era una sucesión de expectativas ajenas: ser buena hija, buena amiga, buena profesional… buena todo.

—¿Y tú, Lucía? —insistió Marta—. ¿Qué te pasa últimamente?

Me encogí de hombros. No quería preocuparlas. Pero esa noche, cuando volvimos a casa y cada una se encerró en su mundo, algo dentro de mí se rompió.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mi madre criticaba cada decisión: «No entiendo por qué no tienes pareja todavía»; «Deberías arreglarte más»; «¿Vas a seguir en ese trabajo mediocre?». En la oficina, mi jefe me ignoraba en las reuniones y mis compañeros hacían bromas sobre mi acento manchego.

Marta dejó a su novio tras una pelea brutal. Se mudó a mi piso y pasábamos las noches hablando hasta el amanecer sobre nuestros sueños rotos. Patricia desapareció durante semanas; cuando por fin contestó al teléfono, lloró durante horas. Nos confesó que había empezado terapia porque no soportaba más la presión de ser perfecta.

Una tarde de domingo, nos reunimos en el Retiro. El aire olía a castañas asadas y hojas secas. Nos sentamos en un banco y nos miramos sin máscaras.

—¿Por qué siempre sentimos que no somos suficientes? —preguntó Patricia con voz temblorosa.

—Porque nos han enseñado a compararnos —respondió Marta—. A competir entre nosotras en vez de apoyarnos.

Yo respiré hondo antes de hablar:

—Quizá ha llegado el momento de dejar de buscar aprobación fuera y empezar a querernos dentro.

El silencio fue nuestro pacto. Sabíamos que el camino sería largo y doloroso. Que habría días en los que volveríamos a caer en viejos patrones: dietas imposibles, relaciones tóxicas, sonrisas fingidas para no preocupar a nadie.

Pero también sabíamos que juntas éramos más fuertes. Empezamos a celebrar nuestros pequeños logros: Patricia consiguió pedir ayuda sin sentirse débil; Marta encontró un trabajo donde la valoraban por su talento; yo aprendí a decir «no» sin sentirme culpable.

Un día mi madre me sorprendió con una taza de café caliente:

—Lucía… ¿Eres feliz?

La pregunta me desarmó. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía responder con honestidad:

—Estoy aprendiendo a serlo, mamá.

No hubo reproches ni consejos no pedidos. Solo un abrazo largo y silencioso.

Hoy miro atrás y veo a esa Lucía asustada y perdida. Veo también a Marta y Patricia luchando contra sus propios fantasmas. Y me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven atrapadas en la sombra de su reflejo? ¿Cuándo aprenderemos a mirarnos con los ojos del amor propio?

¿Y tú? ¿Alguna vez has sentido que no eres suficiente? ¿Qué harías para romper ese ciclo?