El precio de la generosidad: “Sostuve a mi familia, pero acabé siendo la mala”
—¿Otra vez vas a pagar tú, Lucía? —me preguntó mi hermano Sergio, con ese tono entre burla y resignación que tanto detestaba.
Era la tercera vez ese mes que pagaba la factura de la luz. Mi madre, sentada en el sofá, ni siquiera levantó la vista del televisor. Mi hermana Marta, como siempre, se limitó a encogerse de hombros. Yo, con el recibo en la mano y el sueldo recién ingresado en la cuenta, sentí una punzada de rabia mezclada con tristeza.
No era la primera vez. Desde que papá nos dejó —o mejor dicho, nos abandonó— cuando yo tenía diecisiete años, fui yo quien tomó las riendas. Dejé la universidad para trabajar en una tienda de ropa en el centro de Madrid. Mi madre no podía con todo y mis hermanos eran demasiado pequeños para entender lo que significaba quedarse sin padre y sin dinero.
Durante años, mi vida fue una sucesión de turnos partidos, nóminas justas y sueños aplazados. Mientras mis amigas viajaban o salían los fines de semana, yo hacía cuentas para llegar a fin de mes. Cada vez que Marta necesitaba dinero para el abono transporte o Sergio quería apuntarse a fútbol, ahí estaba yo. Y mi madre… bueno, ella siempre decía: “Eres la mayor, Lucía. Es tu responsabilidad”.
A veces me preguntaba si alguna vez dejaría de serlo. Si algún día podría pensar en mí sin sentirme egoísta. Pero nunca tuve valor para decir que no.
Hasta que llegó el día en que todo cambió. Fue un martes cualquiera cuando me llamaron del hospital: “Lucía, tienes que venir urgentemente. Han detectado algo en tus análisis”.
El diagnóstico fue un mazazo: cáncer de mama. Tenía treinta y cuatro años y el mundo se me vino abajo. Salí del hospital temblando, con las palabras del médico retumbando en mi cabeza: “Necesitarás tratamiento largo y costoso. Es fundamental que tengas apoyo”.
Esa noche reuní a mi familia en el salón. Les conté lo que pasaba, esperando —por primera vez en mi vida— que fueran ellos quienes me sostuvieran.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó mi madre, más preocupada por las facturas que por mi salud.
—No sé si podré seguir trabajando —dije con voz temblorosa—. Necesito ayuda…
Sergio se levantó y se fue a su cuarto sin decir nada. Marta evitó mirarme a los ojos. Nadie me abrazó. Nadie me dijo que todo iría bien.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Empecé la quimioterapia sola, cogiendo el metro a las siete de la mañana para llegar al hospital de La Paz. Mi madre seguía esperando que yo pagara los gastos de casa. Marta se quejaba porque ya no podía salir tanto; Sergio apenas me dirigía la palabra.
Una tarde, al volver del hospital, los encontré discutiendo en la cocina.
—Si Lucía no trabaja, ¿quién va a pagar esto? —decía Marta.
—Pues que pida una baja o algo —respondió Sergio—. No es culpa nuestra que esté enferma.
Me quedé paralizada en el pasillo, escuchando cómo mi familia se repartía mis responsabilidades como si fueran una carga indeseada. Sentí un frío intenso recorrerme el cuerpo; no por la enfermedad, sino por la soledad absoluta que me envolvía.
Intenté hablar con ellos varias veces:
—Solo necesito que me ayudéis un poco… Que os ocupéis de la compra o de limpiar…
Pero siempre había excusas: exámenes, trabajo, cansancio. Mi madre decía que ya había criado bastante y que ahora le tocaba descansar.
Los meses pasaron y mi salud empeoró. Perdí el pelo, el apetito y las ganas de luchar. Pero lo peor fue perder la fe en mi propia familia.
Un día recibí una llamada de mi amiga Carmen:
—Lucía, ¿por qué no me has contado nada? ¿Por qué no has pedido ayuda?
Me derrumbé al teléfono. Carmen vino a casa y fue ella quien me acompañó a las sesiones siguientes, quien llenó mi nevera y limpió mi baño cuando yo no podía levantarme del sofá.
Mientras tanto, mi familia seguía como si nada. Un día escuché a mi madre decirle a una vecina:
—Lucía siempre ha sido muy fuerte. Seguro que sale adelante sola, como siempre.
Fue entonces cuando entendí que para ellos yo era solo eso: un pilar al que apoyarse, pero nunca alguien a quien cuidar.
La última gota llegó cuando Marta me pidió dinero para un viaje a Valencia con sus amigas.
—¿De verdad crees que puedo darte dinero ahora? —le pregunté, mirándola fijamente.
Ella puso los ojos en blanco:
—Siempre tienes una excusa últimamente…
Esa noche hice las maletas y me fui a casa de Carmen. Lloré como no había llorado nunca. Por mí, por mis sueños rotos y por una familia que nunca supo quererme como yo los quise a ellos.
Hoy sigo luchando contra la enfermedad, pero también contra el resentimiento y la tristeza. He aprendido que darlo todo por los demás no garantiza nada; a veces solo te deja vacía.
A veces me pregunto: ¿merece la pena sacrificarlo todo por quienes nunca te lo agradecerán? ¿Cuántas Lucías hay en España viviendo esta misma historia? ¿Y tú… hasta dónde llegarías por tu familia?