El Último Regalo de Mariana: Una Hermana, Un Hogar, y Un Dolor Inesperado
—¿Por qué a mí, Mariana? ¿Por qué siempre me pasa esto? —sollozaba Camila, abrazada a mis rodillas en la sala de mi pequeño departamento en el centro de Guadalajara.
La lluvia golpeaba los ventanales con furia, como si el cielo quisiera acompañar el dolor de mi hermana. Yo solo podía acariciar su cabello y recordar la noche en que mi propio mundo se vino abajo, cuando perdí a Javier en ese accidente absurdo en la carretera a Tepic. Desde entonces, Camila y yo éramos todo lo que teníamos. Aunque éramos hermanas de madre, siempre la sentí como una hija; la cuidé desde que era una niña y mamá se fue a trabajar a Estados Unidos.
—Camila, tienes que ser fuerte. No eres la primera ni la última mujer a la que le rompen el corazón —intenté consolarla, aunque sabía que mis palabras eran huecas. Yo misma no había superado la ausencia de Javier ni el vacío que dejó en mi vida.
Ella levantó la cara, los ojos hinchados y rojos. —¿Y si nunca puedo confiar en nadie más? ¿Y si siempre me toca perder?
No supe qué responderle. Solo la abracé más fuerte.
Pasaron semanas. Camila se quedó conmigo, ocupando el cuarto que antes era de mi esposo. Yo trabajaba doble turno en la farmacia para cubrir los gastos y ella apenas podía levantarse de la cama. La depresión la consumía y yo sentía que me ahogaba entre el trabajo y el dolor ajeno.
Un día, mientras contaba pastillas detrás del mostrador, recibí una llamada de mamá desde Los Ángeles. —Mija, ¿cómo está tu hermana? ¿Ya se calmó? —preguntó con ese tono práctico que siempre me desesperó.
—No mucho, mamá. Pero aquí está conmigo. No te preocupes —mentí.
Colgué y miré al techo. ¿Por qué siempre me tocaba ser la fuerte? ¿Por qué nadie preguntaba cómo estaba yo?
Esa noche, mientras cenábamos frijoles con tortillas frías, Camila rompió el silencio:
—Mariana… ¿te has arrepentido alguna vez de todo lo que has hecho por mí?
Me sorprendió su pregunta. —Nunca. Eres mi hermana. Eres lo único que tengo.
Ella sonrió débilmente y me tomó la mano.
Los días se hicieron meses. Camila empezó a buscar trabajo y yo noté que algo en ella había cambiado: ya no era la niña frágil que necesitaba protección, sino una mujer herida pero decidida a salir adelante. Sin embargo, yo sentía que mi vida se estancaba; el departamento era pequeño, los recuerdos de Javier me asfixiaban y el dinero nunca alcanzaba.
Una tarde, mientras revisaba papeles viejos, encontré la escritura de la casa que Javier y yo habíamos comprado juntos en Tlaquepaque. La casa estaba vacía desde su muerte; no podía soportar entrar ahí sola. De pronto, una idea me atravesó como un rayo: ¿y si le daba esa casa a Camila? Podría empezar de nuevo lejos del dolor y yo podría cerrar ese capítulo para siempre.
Esa noche le propuse la idea:
—Camila, quiero darte algo. La casa de Javier y mía… es tuya si la quieres. Puedes mudarte cuando quieras.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. —¿Estás segura? Es lo único grande que tienes…
—Estoy segura. Prefiero verte feliz ahí que seguir guardando fantasmas.
Al día siguiente fuimos con un notario amigo de papá. Firmé los papeles y transferí la propiedad a nombre de Camila. Sentí un peso enorme irse de mis hombros… pero también un vacío extraño.
Camila se mudó poco después. Pintó las paredes, llenó la casa de plantas y risas nuevas. Al principio me invitaba cada fin de semana; cocinábamos juntas y hablábamos hasta tarde. Pero pronto empezó a hacer nuevas amistades en el barrio, consiguió trabajo en una cafetería y conoció a Daniel, un joven arquitecto con una sonrisa franca y honesta.
Yo veía desde lejos cómo su vida florecía mientras la mía se marchitaba en el departamento gris del centro. Las llamadas se hicieron menos frecuentes; las visitas más cortas.
Un día llegué sin avisar y encontré a Camila organizando una fiesta con sus nuevos amigos. Me sentí fuera de lugar entre risas desconocidas y conversaciones sobre viajes y sueños que ya no compartía.
—¿Te quedas a cenar? —me preguntó Camila con amabilidad distante.
—No, tengo turno temprano mañana —mentí otra vez.
Salí al patio trasero y lloré en silencio bajo el limonero que Javier había plantado años atrás.
Pasaron meses así. Un día recibí una llamada inesperada: mamá había enfermado gravemente en Los Ángeles y necesitaba ayuda urgente para pagar el hospital. Busqué a Camila para pedirle apoyo; después de todo, ahora tenía una casa propia y un empleo estable.
Pero cuando le expliqué la situación, bajó la mirada:
—Mariana… apenas estoy saliendo adelante. No puedo vender la casa ni sacar un préstamo ahora…
Sentí una puñalada en el pecho. No esperaba que vendiera la casa, pero sí un poco más de solidaridad o al menos comprensión.
—No te preocupes —dije con voz seca—. Yo veré cómo le hago.
Esa noche caminé sola por las calles mojadas del centro, preguntándome si había hecho bien en sacrificar lo único grande que tenía por alguien que ya no parecía necesitarme.
Hoy escribo esto desde el mismo departamento donde empezó todo. Camila viene a visitarme de vez en cuando; hablamos del clima o del trabajo, pero ya no compartimos secretos ni dolores profundos. Mamá sigue luchando en Estados Unidos y yo sigo trabajando doble turno para enviarle lo poco que puedo ahorrar.
A veces me pregunto: ¿vale la pena darlo todo por amor cuando al final uno termina solo? ¿Hasta dónde llega el sacrificio por la familia antes de perderse a uno mismo?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?