No me resigno a esta vida: la historia de Cristina

—¡Benjamín! ¿Puedes ayudarme, por favor? —grité desde el recibidor, con las bolsas del Mercadona cortándome la circulación en los dedos. Ni una respuesta. Solo el murmullo lejano del televisor y el sonido de su risa apagada, mezclada con el fútbol. Sentí cómo la rabia me subía por el pecho, caliente y amarga. Dejé caer las bolsas en la encimera con un golpe seco y me quedé un momento mirando el reflejo de mi cara en la puerta del microondas: ojeras, el pelo recogido a toda prisa, los labios apretados.

—¿Tanto cuesta levantarse cinco minutos? —murmuré para mí misma, sabiendo que nadie iba a escucharme. Ni siquiera yo me escuchaba últimamente.

Llevaba años trabajando en la gestoría de la esquina, rellenando papeles, atendiendo llamadas de clientes enfadados y soportando los comentarios machistas de Don Ramón, mi jefe. «Cristina, tráeme un café, que tú lo haces mejor que la máquina», decía siempre, como si su gracia fuera nueva cada día. Yo sonreía, apretando los dientes, porque necesitaba ese sueldo para pagar la hipoteca y el colegio de Lucía.

Pero hoy, después de otra bronca absurda por un error que ni siquiera era mío, algo dentro de mí se rompió. Sentí que no podía más. Que no quería pasarme la vida así: invisible en casa, invisible en el trabajo, invisible para mí misma.

—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Benjamín desde el salón cuando oyó el ruido de las bolsas.

—Nada —respondí, seca—. Solo que estaría bien que alguien ayudara de vez en cuando.

Él ni se inmutó. Siguió viendo el partido como si yo fuera parte del mobiliario. Me dieron ganas de gritarle, de lanzarle una de las naranjas que acababa de comprar. Pero no lo hice. Me limité a guardar la compra en silencio, sintiendo cómo cada lata que colocaba en la despensa era una piedra más sobre mi espalda.

Lucía entró corriendo desde su cuarto, con los deberes en la mano.

—Mamá, ¿me ayudas con mates? No entiendo nada —dijo, con esa vocecita dulce que siempre me desarma.

Me agaché a su altura y le acaricié el pelo.

—Claro, cariño. Dame un minuto.

Mientras le explicaba las fracciones, mi mente volaba lejos: ¿Y si dejara el trabajo? ¿Y si buscara algo que realmente me llenara? Siempre había querido ser profesora de literatura, pero nunca me atreví a intentarlo. «Eso no da dinero», decían mis padres. «Busca algo seguro». Y yo obedecí. Como siempre.

Esa noche, después de cenar y acostar a Lucía, me senté frente al portátil. Busqué cursos online para sacarme el máster de profesorado. Vi los precios y sentí un nudo en el estómago. Benjamín entró en la cocina y me miró con desdén.

—¿Otra vez con tus tonterías? ¿No ves que bastante tenemos ya con llegar a fin de mes?

—No son tonterías —le respondí, intentando mantener la calma—. No quiero seguir así toda la vida.

Él se rió.

—Pues bienvenida al club. Nadie quiere trabajar, pero hay que hacerlo.

Me mordí el labio para no llorar delante de él. Cuando se fue a dormir, me quedé sola en la cocina, mirando la pantalla azul del ordenador como si pudiera encontrar allí una salida mágica.

Los días siguientes fueron una sucesión de rutinas grises: trabajo, casa, deberes, compras… Pero algo había cambiado dentro de mí. Empecé a ahorrar pequeñas cantidades: dejé de comprarme ropa nueva, llevé tuppers al trabajo en vez de comer fuera. Cada euro era una semilla para mi futuro.

Un viernes por la tarde, después de una bronca especialmente humillante con Don Ramón —»Las mujeres como tú solo sirven para esto»— llegué a casa llorando. Lucía me vio y se asustó.

—Mamá, ¿te duele algo?

La abracé fuerte.

—Solo estoy cansada, cielo.

Esa noche no pude dormir. Me levanté y escribí una carta de dimisión. No sabía si tendría el valor de entregarla, pero necesitaba sentir que tenía el control sobre mi vida aunque fuera solo por un instante.

Al día siguiente fui a ver a mi madre. Ella siempre había sido práctica, dura como una piedra manchega.

—¿Dejar el trabajo? ¿Estás loca? ¿Y qué vas a hacer? —me preguntó con los ojos muy abiertos.

—Intentar ser feliz —le respondí bajito.

Ella suspiró y me acarició la mano.

—Ojalá yo hubiera tenido tu valor —me dijo—. Pero ten cuidado. La vida no es fácil para las mujeres solas.

Salí de su casa sintiéndome más fuerte y más asustada al mismo tiempo.

El lunes llevé la carta al trabajo. La guardé en el bolso todo el día, tocándola como si fuera un talismán. Al final de la jornada, Don Ramón volvió a gritarme delante de todos por un error suyo. Sentí cómo se me encendían las mejillas y antes de pensarlo demasiado le puse la carta sobre la mesa.

—Me voy —dije en voz alta—. No aguanto más este trato.

El silencio fue absoluto. Mis compañeras me miraron con una mezcla de miedo y admiración. Don Ramón se quedó boquiabierto.

Salí del despacho temblando pero libre por primera vez en años.

En casa, Benjamín montó en cólera cuando se lo conté.

—¡Nos vas a arruinar! ¡Eres una egoísta!

No contesté. Solo pensé en Lucía y en mí misma por primera vez en mucho tiempo.

Pasaron meses duros: trabajos temporales mal pagados, noches sin dormir pensando si había hecho lo correcto… Pero también empecé el máster online y di clases particulares a niños del barrio para sobrevivir.

Un día Lucía vino corriendo del colegio:

—Mamá, hoy hemos leído un cuento precioso y he pensado que tú podrías escribir uno mejor.

La abracé llorando. Por primera vez sentí que todo tenía sentido.

Ahora doy clases en un instituto público de Madrid. No es fácil: los chavales son difíciles y los sueldos bajos, pero cada día siento que hago algo importante. Benjamín se fue hace un año; no soportó mi cambio ni mi independencia. Al principio tuve miedo, pero ahora sé que hice lo correcto.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Cristinas hay ahí fuera aguantando trabajos que odian por miedo al cambio? ¿Cuándo aprenderemos a escucharnos a nosotras mismas antes que a los demás?