La herencia de la casa de la abuela: una familia rota en el corazón de Madrid
—¿Así que ahora apareces? —escupí las palabras antes de poder contenerme, con la voz temblorosa y los ojos fijos en Sergio, mi hermano, parado en el umbral de la casa de la abuela, nuestra casa. La misma casa que había visto a papá marchitarse poco a poco, la misma que yo había limpiado, reparado y defendido de los bancos y las goteras durante años.
Sergio no se inmutó. Se quitó la chaqueta, la colgó en el perchero como si nunca se hubiera ido, como si no hubieran pasado siete años desde la última vez que cruzó esa puerta. —No vengo a discutir, Lucía. Vengo a lo que me corresponde. Papá ya no está y esta casa es tanto mía como tuya.
Sentí un nudo en el estómago. La rabia me subía por la garganta, mezclada con una tristeza antigua, esa que nunca se va del todo. —¿Te corresponde? ¿Dónde estabas cuando papá no podía ni levantarse del sofá? ¿Dónde estabas cuando tuve que dejar mi trabajo en la biblioteca para cuidarle? ¿Dónde estabas cuando lloraba sola en esta cocina porque no podía más?
Sergio bajó la mirada un instante. —No vine a pelearme contigo. Pero la ley es clara, Lucía. Somos dos herederos. Y yo… necesito mi parte.
Me apoyé en la encimera, sintiendo cómo me temblaban las piernas. Afuera, Madrid seguía su ritmo indiferente: el ruido de los coches, los gritos lejanos de unos niños jugando en el parque de enfrente. Dentro, el silencio era tan denso que dolía.
Recordé a papá sentado en su sillón favorito, mirando por la ventana mientras yo le leía las noticias del día. Recordé cómo me apretaba la mano cuando tenía miedo de dormirse para no despertar. Recordé cómo me prometí a mí misma que nunca le dejaría solo.
—¿Sabes lo que duele? —le dije a Sergio, con voz rota—. Que vengas aquí como si nada hubiera pasado, como si no hubieras desaparecido cuando más te necesitábamos.
Él suspiró, se pasó una mano por el pelo y murmuró: —No todo es tan sencillo como crees. Yo también tenía mis problemas.
—¿Tus problemas? —me reí sin alegría—. ¿Sabes lo que es limpiar a tu propio padre porque ni siquiera puede ir al baño solo? ¿Sabes lo que es ver cómo se olvida de tu nombre?
Sergio se quedó callado. Por un momento pensé que iba a llorar, pero solo apretó los labios y miró hacia la foto de papá y mamá en la pared del pasillo.
—Mira, Lucía —dijo al fin—. No quiero discutir más. Si quieres quedarte con la casa, tendrás que comprarme mi parte o venderla y repartir. No tengo otra opción.
Me sentí traicionada. No solo por Sergio, sino también por papá. ¿Por qué no dejó un testamento? ¿Por qué no pensó en lo que pasaría después?
Las semanas siguientes fueron un infierno. Llamadas de abogados, visitas al notario, discusiones interminables con Sergio por teléfono. Mi tía Carmen intentó mediar: “Lucía, hija, piensa en ti también. No puedes cargar con todo siempre.” Pero yo solo pensaba en papá y en cómo esta casa era lo único que me quedaba de él.
Una tarde, mientras limpiaba el polvo del salón, encontré una caja de cartas antiguas bajo el sofá. Eran cartas de mamá para papá cuando eran novios. Las leí una tras otra, llorando en silencio. En una de ellas, mamá escribía: “Prométeme que cuidarás de nuestros hijos pase lo que pase.”
Me sentí aún más sola.
Sergio empezó a presionarme más: “Lucía, necesito el dinero para pagar mis deudas. No puedo esperar más.”
—¿Y yo qué? —le grité por teléfono—. ¿Dónde voy a ir? Esta casa es mi vida.
—No es justo para ninguno de los dos —respondió él—. Pero no puedo seguir así.
Empecé a buscar trabajo otra vez, pero nadie quería contratar a una mujer de cuarenta años sin experiencia reciente. Las noches se hicieron eternas; dormía poco y mal, soñando con papá llamándome desde el pasillo oscuro.
Un día vino una pareja joven a ver la casa con una inmobiliaria. Me sentí invadida, como si estuvieran profanando un santuario. Cuando se fueron, me senté en las escaleras y lloré hasta quedarme sin fuerzas.
Mi amiga Marta vino a verme esa noche. Me abrazó fuerte y me dijo: “Lucía, tienes derecho a vivir tu vida también. No eres menos hija por dejar ir la casa.”
Pero yo no podía soltarla.
Al final, después de meses de peleas y lágrimas, firmamos los papeles para venderla. Sergio se fue con su parte y yo me quedé con una maleta llena de recuerdos y una tristeza imposible de describir.
Ahora vivo en un piso pequeño en Vallecas. A veces paso por delante de nuestra antigua casa y miro las ventanas encendidas por las noches. Me pregunto si los nuevos dueños sienten el peso de todas las historias que guardan esas paredes.
¿De verdad merecía la pena perder a mi hermano por una casa? ¿O fue la casa lo único que me quedó cuando ya lo había perdido todo?
¿Vosotros qué haríais? ¿Hasta dónde llegaríais por defender vuestro hogar?