A los 53, Volver a Empezar: Entre el Amor y la Resistencia de Mis Hijos
—¿De verdad piensas irte a vivir con ese hombre? —La voz de Jessica retumbó en el salón, tan fría como el mármol de la mesa que heredé de mi madre.
Me quedé quieta, con las manos temblorosas sobre el mantel de cuadros. Daniel, sentado a mi derecha, ni siquiera me miraba. Jugaba con el móvil, pero sabía que escuchaba cada palabra. Sentí cómo el aire se volvía denso, casi irrespirable. Tenía 53 años y, por primera vez en mucho tiempo, sentía que mi vida me pertenecía… pero mis propios hijos parecían querer arrebatármela.
—No es “ese hombre”, Jessica. Se llama Miguel —respondí, intentando que mi voz no se quebrara—. Y no me voy a ir mañana mismo. Solo quiero que lo conozcáis antes de juzgar.
Jessica bufó. Daniel levantó la vista y clavó sus ojos en los míos.
—Papá solo lleva tres años muerto. ¿Ya lo has olvidado? —me lanzó como un dardo envenenado.
Sentí el golpe en el pecho. ¿Cómo explicarles que nunca se olvida a quien se ha amado? Que la ausencia pesa tanto que a veces una necesita respirar de nuevo, aunque sea con otro aire. Pero ellos no querían escucharme. Para ellos, yo era su madre, la viuda de su padre, la que debía quedarse en ese papel para siempre.
Me levanté y fui a la ventana. Afuera, la calle de nuestro barrio madrileño seguía su rutina: el panadero saludando a los vecinos, los niños jugando al fútbol en la plaza. Todo tan normal… menos mi vida.
Recordé cuando conocí a Miguel en el taller de pintura del centro cultural. Su risa franca, sus manos manchadas de óleo, la forma en que me miraba como si aún fuera capaz de sorprenderme a mí misma. Con él volví a sentirme viva. Pero ahora esa felicidad parecía un pecado.
—No quiero discutir —dije al fin—. Pero tampoco voy a renunciar a mi derecho a ser feliz.
Jessica se levantó bruscamente.
—Haz lo que quieras. Pero no esperes que lo aceptemos —dijo antes de salir dando un portazo.
Daniel se quedó un momento más. Bajó la mirada y murmuró:
—Mamá… solo no quiero verte sufrir otra vez.
Me acerqué y le acaricié el pelo como cuando era niño.
—No te preocupes por mí, hijo. Ya he sufrido bastante.
Esa noche apenas dormí. Pensé en mi marido, en los años buenos y en los malos, en cómo la enfermedad nos robó hasta las palabras. Pensé en mis hijos pequeños, corriendo por el pasillo, y en mí misma, siempre organizando cumpleaños ajenos mientras mi propia vida se desmoronaba en silencio.
Al día siguiente quedé con Miguel en el Retiro. Me esperaba junto al estanque, con una rosa roja en la mano.
—¿Cómo ha ido? —preguntó con suavidad.
Le conté todo. Suspiró y me abrazó fuerte.
—No es fácil para ellos… ni para ti —dijo—. Pero mereces ser feliz, Catalina.
Me aferré a él como si fuera mi salvavidas. Caminamos entre los árboles dorados del otoño madrileño y sentí que aún podía empezar de nuevo.
Las semanas siguientes fueron un tira y afloja constante. Jessica apenas me hablaba; Daniel me enviaba mensajes cortos y distantes. En Navidad, propuse que Miguel viniera a cenar con nosotros. El silencio fue absoluto.
—No quiero que ese hombre ocupe el sitio de papá —dijo Jessica al fin, con lágrimas en los ojos.
—Miguel no va a ocupar el sitio de nadie —le respondí—. Solo quiero que forme parte de mi vida ahora.
La cena fue tensa. Miguel intentó ser amable, contar anécdotas divertidas sobre su nieta Lucía y su pasión por el ajedrez. Daniel apenas probó bocado; Jessica no levantó la vista del plato.
Después de los postres, Miguel se despidió temprano. Cuando cerré la puerta tras él, Jessica explotó:
—¡No entiendo cómo puedes hacer esto! ¡Es como si papá nunca hubiera existido!
Me senté frente a ella y le hablé desde lo más hondo:
—Tu padre siempre estará conmigo. Pero yo sigo aquí, Jessica. Sigo viva. ¿No tengo derecho a sentirme acompañada?
Se hizo un silencio largo y doloroso. Daniel rompió a llorar y salió corriendo al balcón.
Esa noche lloré también yo. Lloré por lo perdido y por lo que estaba a punto de perder: el amor de mis hijos o la posibilidad de volver a ser feliz.
Pasaron meses antes de que las aguas se calmaran un poco. Un día Daniel me llamó para tomar un café.
—He estado pensando… —dijo sin mirarme—. Quizá deberíamos darle una oportunidad a Miguel. Si te hace bien…
Sentí una oleada de alivio y gratitud. Jessica tardó más tiempo, pero poco a poco empezó a aceptar que su madre podía amar otra vez sin traicionar la memoria de su padre.
Hoy vivo con Miguel en un piso pequeño cerca del parque del Oeste. Mis hijos vienen a vernos los domingos; todavía hay heridas abiertas, pero también esperanza.
A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto aceptar que nuestros padres también tienen derecho a empezar de nuevo? ¿Cuántas veces dejamos que el miedo al cambio nos robe la posibilidad de ser felices?