De la tierra al asfalto: Cuando me dijeron «Tú no eres de aquí»

—¿Y tú de dónde eres? —me preguntó Lucía, con esa media sonrisa que no sabía si era burla o simple curiosidad.

Me quedé quieto, con la bandeja del comedor universitario temblando entre mis manos. Era mi primera semana en Madrid y ya había escuchado esa pregunta al menos cinco veces. Siempre con ese tono, como si llevara una etiqueta invisible pegada en la frente: «forastero».

—De Villanueva del Fresno —respondí, intentando sonar seguro, aunque por dentro sentía que mi acento manchego me delataba más que cualquier palabra.

Lucía soltó una risita y murmuró algo a su amiga. Me senté en la mesa, rodeado de desconocidos que hablaban rápido, con palabras que a veces ni entendía. «Majo», «guay», «molar»… En mi pueblo decíamos las cosas de otra manera. Allí, la vida era otra.

Hasta los dieciocho años, mi mundo era un círculo pequeño: quince mil habitantes, tres líneas de autobús y el edificio más alto era el viejo molino reconvertido en museo. Mi madre, Carmen, trabajaba en la panadería del centro; mi padre, Antonio, era agricultor. Yo ayudaba en el campo los veranos y conocía cada rincón del pueblo. Las fiestas patronales eran el evento del año y todos sabían quién era yo: el hijo de Carmen y Antonio, el que sacaba buenas notas y soñaba con irse a estudiar a la capital.

Pero nadie me preparó para lo que significaba ser «de fuera». En Madrid, la gente iba deprisa, no saludaba al cruzarse por la calle y los vecinos del piso ni siquiera se miraban al entrar en el ascensor. La primera vez que intenté entablar conversación con la señora del tercero, me miró como si estuviera loco.

—Aquí nadie se mete en la vida de los demás —me dijo mi compañero de piso, Sergio, un madrileño de toda la vida, cuando le conté lo ocurrido.

Las clases eran otro mundo. En la universidad, los profesores no sabían mi nombre y los compañeros parecían tener ya sus propios grupos desde el instituto. Yo era el chico nuevo, el del acento raro, el que preguntaba por qué no había menú del día en la cafetería o por qué nadie celebraba San Isidro como en mi pueblo.

A veces llamaba a mi madre solo para escuchar su voz y sentirme menos solo.

—¿Cómo lo llevas, hijo? —me preguntaba ella.
—Bien, mamá —mentía yo—. Es todo muy grande aquí.

Pero la verdad era que me sentía diminuto entre tanto edificio y tanta gente. El ruido de los coches no me dejaba dormir y echaba de menos el olor a pan recién hecho por las mañanas. Incluso añoraba las discusiones con mi hermana pequeña, Marta, o las tardes de fútbol en el descampado con mis amigos de toda la vida.

Un día, después de clase, me atreví a invitar a Lucía y su grupo a tomar algo. Pensé que así podría integrarme mejor.

—¿Vamos a un bar cerca de Sol? —propuse.

Me miraron sorprendidos.

—¿Sol? Eso está lleno de guiris —dijo uno de ellos—. Mejor Lavapiés o Malasaña.

No entendía nada. Para mí, Sol era el corazón de Madrid. Pero ellos hablaban de barrios como si fueran países distintos dentro de la misma ciudad. Me sentí aún más perdido.

Las semanas pasaban y la sensación de no pertenecer se hacía más fuerte. En clase de Historia Contemporánea, la profesora preguntó por costumbres regionales y yo hablé con orgullo de las fiestas de mi pueblo: los encierros, las verbenas, la procesión de la Virgen. Algunos se rieron; otros pusieron cara rara.

—Eso es muy de pueblo —comentó Lucía en voz baja.

Esa frase me dolió más que cualquier otra cosa. ¿Por qué ser «de pueblo» era algo malo? ¿Por qué tenía que avergonzarme de mis raíces?

Empecé a cambiar mi forma de hablar, a evitar contar cosas sobre Villanueva del Fresno. Incluso llegué a corregir a mi madre cuando me llamaba «cariño» por teléfono delante de mis compañeros.

Pero cuanto más intentaba encajar, más vacío me sentía. Me convertí en una sombra: ni madrileño ni manchego; ni de aquí ni de allí.

Una tarde lluviosa de noviembre recibí una llamada inesperada. Mi padre había tenido un accidente con el tractor. No era grave, pero necesitaban ayuda en casa. Sin pensarlo dos veces, cogí el primer autobús rumbo al pueblo.

Al llegar, todo era igual: las calles empedradas, el olor a leña en las chimeneas, los saludos sinceros de los vecinos. Me sentí arropado como hacía meses no me sentía.

—¿Qué tal Madrid? —me preguntó don Julián, el carnicero.
—Grande —respondí—. Y un poco frío.

Esa noche, cenando con mi familia alrededor del brasero, comprendí que no tenía por qué elegir entre dos mundos. Podía ser manchego y universitario; hijo de agricultores y estudiante en Madrid; orgulloso de mis raíces y abierto a nuevas experiencias.

Al volver a la capital, decidí dejar de esconder quién era. Empecé a hablar con mi acento natural, a contar historias del pueblo sin miedo al qué dirán. Poco a poco encontré gente que valoraba mi autenticidad; incluso Lucía empezó a interesarse por mis relatos rurales.

Ahora sé que pertenecer no significa renunciar a uno mismo. Que ser «de fuera» es también una forma de enriquecer el lugar al que llegas.

A veces me pregunto: ¿Cuántos más habrá como yo, sintiéndose extranjeros en su propio país? ¿Cuándo aprenderemos a abrazar lo diferente sin prejuicios?