Cuando mi exmarido pidió que su ex se mudara a casa: una historia de familia, secretos y supervivencia
—¿Estás de broma, Sergio? —le pregunté, con la voz temblorosa, mientras apretaba la taza de café entre las manos.
Él no me miraba. Jugaba con la cucharilla, evitando mis ojos. Era una mañana fría de enero en Madrid y el vapor del café empañaba el cristal de la ventana. Yo acababa de casarme con Sergio hacía apenas seis meses. Habíamos conseguido un piso pequeño en Lavapiés, con vistas a los tejados rojizos y la promesa de una vida nueva. Pero ahora, su propuesta lo cambiaba todo.
—No es tan raro, Lucía —dijo al fin, con esa voz cansada que usaba cuando quería evitar una discusión—. Mira, si Victoria se muda aquí, no tendría que pagarle la pensión a Paula. Así podríamos ahorrar para el coche, para el futuro…
Me quedé en silencio, sintiendo cómo la rabia me subía por el pecho. Paula era su hija, una niña de ocho años con los ojos grandes y tristes. Victoria, su exmujer, era una presencia constante en nuestra vida: mensajes, llamadas, reuniones en el colegio. Pero nunca imaginé que Sergio sería capaz de proponer algo así.
—¿Y yo qué? ¿Has pensado en mí? ¿En lo que significa meter a tu ex en nuestra casa? —le espeté.
Sergio suspiró y se frotó la cara.
—No es para siempre. Solo hasta que las cosas mejoren. Victoria está sin trabajo, no puede pagar el alquiler. Y yo… no puedo más con la pensión. Me están ahogando, Lucía.
Me levanté de golpe, tirando la silla. El ruido resonó en la cocina como un disparo. Recordé todas las veces que había defendido a Sergio ante mi familia, ante mis amigas, diciendo que era un buen hombre, que solo necesitaba tiempo para adaptarse a su nueva vida conmigo. Pero ahora… ¿qué clase de hombre antepone su comodidad económica al bienestar de su hija?
Esa noche no dormí. Escuchaba los ruidos de la calle, los coches pasando por la Gran Vía lejana, y pensaba en mi madre, en cómo me había advertido: «Lucía, los hombres con pasado siempre traen problemas». Pero yo no quise escuchar.
Al día siguiente, Victoria vino a casa para hablar del tema. Traía a Paula de la mano. La niña me miró con esa mezcla de timidez y esperanza que tienen los niños cuando intuyen que algo importante está ocurriendo.
—Lucía —dijo Victoria, sentándose frente a mí—. Sé que esto es raro. Pero no tengo a dónde ir. Mi madre está enferma en Valencia y no puedo dejar a Paula sola aquí…
Sergio las miraba a las dos como si fueran dos piezas de un puzzle imposible de encajar.
—No es solo cuestión de dinero —añadió Victoria—. Es cuestión de familia. Paula necesita estabilidad.
Me mordí el labio para no gritarle que eso no era justo, que yo también necesitaba estabilidad. Que mi casa era mi refugio y ahora me pedían abrirla a una mujer que representaba todo lo que yo temía perder: el amor de Sergio, mi lugar en su vida.
Durante semanas vivimos en una especie de limbo. Victoria venía cada vez más a menudo; traía ropa, libros de Paula, incluso su gato viejo y gruñón. Sergio se volvía cada vez más distante conmigo y más atento con ellas. Yo sentía que me desvanecía poco a poco.
Una tarde, mientras Paula hacía los deberes en la mesa del salón y Victoria preparaba una tortilla en mi cocina, exploté.
—¡No puedo más! —grité—. Esta no es la vida que quiero. No puedo vivir con tu exmujer bajo el mismo techo solo porque tú no quieres pagar lo que le corresponde a tu hija.
Victoria dejó caer la sartén y Sergio apareció corriendo desde el dormitorio.
—¡Basta ya! —dijo él—. No entiendes nada, Lucía. Estoy harto de ser siempre el malo.
—¿Y yo? ¿Qué soy yo aquí? ¿La invitada? ¿La niñera? ¿La tonta que acepta cualquier cosa?
Victoria me miró con compasión.
—Lucía… nadie te pide que renuncies a nada. Solo queremos sobrevivir.
Pero yo sabía que eso no era cierto. Cada día perdía un poco más de mí misma. Mis amigas dejaron de invitarme a salir porque siempre tenía una excusa; mi madre dejó de llamarme porque no soportaba oírme llorar; incluso en el trabajo me costaba concentrarme.
Una noche encontré a Paula llorando en el pasillo.
—¿Qué te pasa, cariño? —le pregunté, arrodillándome junto a ella.
—No quiero que mis padres se peleen más —susurró—. No quiero vivir aquí si tú estás triste.
La abracé fuerte y sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Qué ejemplo le estaba dando? ¿Qué clase de familia estábamos construyendo?
Al día siguiente tomé una decisión. Llamé a Victoria y le propuse buscar juntas un piso para ella y Paula. Le ayudaría con el papeleo, incluso le prestaría algo de dinero si hacía falta. Pero mi casa tenía que volver a ser mía.
Sergio se enfadó al principio, pero luego entendió que estaba perdiéndome. Poco a poco las cosas volvieron a su sitio: Victoria encontró un trabajo en una librería; Paula venía los fines de semana; Sergio empezó terapia para aprender a gestionar sus responsabilidades como padre.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que renunciar a sí mismas por mantener una familia unida? ¿Hasta dónde estamos dispuestas a llegar por amor?
¿Y vosotros? ¿Qué haríais si os pidieran abrir vuestra casa a la ex de vuestra pareja para evitar pagar lo justo por un hijo? ¿Dónde está el límite entre ayudar y perderse uno mismo?