Demasiado Joven para Decidir: La Vida de Elizabeth entre Sacrificio y Olvido
—¿Y ahora qué hago yo? —me pregunté en voz baja, mientras el eco de la puerta cerrándose tras de sí todavía vibraba en las paredes de la casa. Era mi cumpleaños número 45 y Julián, mi esposo durante casi treinta años, acababa de marcharse. No fue una pelea, ni siquiera una discusión. Solo un silencio largo, un suspiro cansado y la confesión: “Elizabeth, ya no puedo seguir fingiendo. Me voy con Camila.”
Camila. Veinte años menor que yo, sonrisa de dientes perfectos y piel sin cicatrices. No pude ni llorar en ese momento; el dolor era tan profundo que me dejó muda. Me quedé parada en la sala, rodeada de las fotos familiares: Mia en su graduación, Adam jugando fútbol en el parque, Julián y yo en nuestra boda —yo con apenas dieciocho años, él con veinticinco—. Recuerdo cómo mi mamá me apretó la mano antes de entrar a la iglesia y me susurró: “A veces la vida no es lo que uno sueña, hija. Pero hay que ser fuerte.”
Crecí en un pueblo pequeño de Veracruz, donde las mujeres aprendemos desde niñas a poner primero a los demás. Mi papá se fue cuando yo tenía diez años y mi mamá sacó adelante a mis hermanos y a mí vendiendo tamales en la plaza. Cuando conocí a Julián, él era el hijo del panadero; tenía trabajo fijo y una familia respetada. Mi mamá vio en él una oportunidad para que yo no terminara como ella: sola y luchando cada día. Así que cuando quedé embarazada de Mia, no hubo opción. Nos casamos en una ceremonia sencilla, con arroz en los bolsillos y promesas que no entendía del todo.
Los primeros años fueron difíciles. Julián trabajaba todo el día y yo me quedaba en casa con Mia y luego con Adam. Aprendí a hacer milagros con el dinero, a remendar ropa, a callar mis sueños de estudiar enfermería porque “la familia es primero”. Cuando los niños crecieron y empezaron la secundaria, pensé que tal vez podría buscar trabajo o retomar mis estudios. Pero Julián siempre encontraba una razón para que me quedara: “¿Quién va a cuidar a los niños? ¿Quién va a hacer la comida?”
A veces sentía que mi vida era como ese mantel bordado que heredé de mi abuela: lleno de puntadas invisibles, sosteniendo todo desde abajo pero sin ser visto nunca. Mis amigas del barrio decían que era afortunada porque Julián no tomaba ni me pegaba. Pero nadie preguntaba si era feliz.
La rutina se volvió mi refugio y mi cárcel. Despertar temprano, preparar el desayuno, limpiar la casa, esperar a que todos regresaran para cenar juntos. Las risas de mis hijos eran mi motor. Pero cuando Mia se fue a Monterrey a estudiar arquitectura y Adam consiguió trabajo en Cancún, la casa se llenó de un silencio pesado. Pensé que sería el momento para reencontrarme con Julián, para viajar juntos o simplemente conversar sin prisas.
Pero él llegaba cada vez más tarde, olía a perfume caro y evitaba mirarme a los ojos. Yo fingía no darme cuenta; me convencía de que era solo el estrés del trabajo. Hasta ese cumpleaños fatídico en el que todo se derrumbó.
—¿Por qué ahora? —le pregunté mientras recogía sus camisas del clóset—. ¿Por qué después de todo lo que hemos pasado?
Él bajó la mirada.—Lo siento, Elizabeth. Me siento vivo otra vez con Camila. Contigo solo siento rutina.
No supe qué responderle. ¿Acaso no era eso lo que nos enseñaron? Que el amor es sacrificio, que la rutina es parte del matrimonio. ¿En qué momento dejé de ser suficiente?
Las semanas siguientes fueron un torbellino de llamadas incómodas de familiares, miradas lastimeras en la iglesia y consejos no pedidos: “Sal más”, “Arréglate”, “Todavía eres joven”. Pero yo solo quería desaparecer entre las sábanas limpias y los recuerdos de una vida entregada a otros.
Mia me llamaba todos los días.—Mamá, vente conmigo a Monterrey. Aquí puedes empezar de nuevo.
Pero yo no sabía cómo empezar nada. Tenía miedo hasta de salir sola al mercado; sentía que todos sabían mi historia.
Una tarde, mientras lavaba los platos, Adam me llamó.—Mamá, ¿por qué nunca hiciste nada por ti? Siempre fuiste solo para nosotros.
Sus palabras me dolieron más que la traición de Julián. ¿Era eso lo que veían mis hijos? ¿Una mujer sin sueños propios?
Empecé a escribir un diario para no volverme loca. Escribía sobre mi infancia en Veracruz, sobre el olor del pan recién horneado en la casa de Julián, sobre las noches en vela esperando a que mis hijos regresaran sanos y salvos. Poco a poco fui recordando quién era antes de ser esposa y madre.
Un día decidí ir al centro comunitario del barrio para preguntar por cursos de enfermería. La recepcionista me miró sorprendida.—¿Usted quiere estudiar? —me preguntó—. ¡Claro que sí! Nunca es tarde.
Sentí una mezcla de vergüenza y esperanza. Empecé a ir dos veces por semana; al principio me costaba concentrarme entre tantas mujeres jóvenes hablando de sus sueños. Pero pronto me di cuenta de que todas cargábamos historias parecidas: madres solteras, divorciadas, abuelas criando nietos ajenos.
Un sábado Mia vino a visitarme.—Te ves diferente, mamá —me dijo abrazándome—. Más viva.
Sonreí por primera vez en mucho tiempo.—Estoy aprendiendo a vivir para mí.
Hoy, tres años después del abandono de Julián, sigo sintiendo miedo algunas noches. Pero también siento orgullo cuando veo mi diploma colgado en la pared o cuando ayudo a una vecina enferma. He aprendido que el sacrificio no debe significar olvido propio.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo siguen viviendo vidas prestadas por miedo al qué dirán? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos primero? ¿Y tú… te has elegido alguna vez?