El día que me atreví a dejar a Julián: Mi escape de una relación tóxica
—¿Otra vez llegás tarde, Lucía? —La voz de Julián retumbó desde el sofá, donde estaba tirado con el control remoto en la mano y la mirada perdida en la pantalla.
Yo apenas podía con las bolsas del mercado, los brazos temblándome del cansancio. Había salido del trabajo directo al supermercado, después de una jornada de ocho horas en la fábrica textil. El sudor me corría por la frente y sentía las piernas como plomo. Pero ahí estaba él, mi esposo, sin moverse ni para abrirme la puerta.
—¿No podés ayudarme, aunque sea hoy? —le dije, con la voz quebrada entre el enojo y el agotamiento.
Julián resopló, como si mi pedido fuera una molestia más. —Estoy viendo el partido, Lucía. Dejá las cosas ahí nomás.
Sentí una punzada en el pecho. No era la primera vez. Desde que nos casamos hace seis años en ese pequeño pueblo de Jalisco, Julián había cambiado. Antes era atento, cariñoso; ahora parecía que yo era invisible salvo cuando necesitaba algo. Todo lo demás era mi responsabilidad: la casa, la comida, las cuentas… hasta el cuidado de su madre enferma.
Pero lo que más me dolía era su falta de ambición. Había perdido su trabajo hacía meses y, aunque prometía buscar otro, siempre encontraba una excusa: que no había oportunidades, que el patrón era un explotador, que no valía la pena por tan poco dinero. Yo cargaba con todo y él… simplemente existía.
Esa noche, mientras guardaba los víveres y preparaba la cena, escuché cómo reía con sus amigos por WhatsApp. Me hervía la sangre. Pensé en mi madre, que siempre me decía: “No te dejes pisotear, hija. Una mujer vale por sí misma”. Pero yo tenía miedo: miedo a estar sola, miedo al qué dirán, miedo a no poder con todo.
La gota que colmó el vaso llegó dos semanas después. Julián había pedido un préstamo a Don Ernesto, el vecino del barrio, para pagar unas deudas del juego. Me juró que iba a conseguir trabajo para devolverlo. Pero pasaban los días y nada cambiaba. Una tarde, Don Ernesto vino a buscarlo.
—Julián, ¿vas a pagarme o no? —le preguntó en la puerta, con tono amenazante.
—Estoy esperando una llamada —respondió Julián, encogiéndose de hombros.
Don Ernesto me miró a mí. —Lucía, vos sos la responsable ahora. Si no pagan en una semana, me llevo la moto.
Me sentí humillada. ¿Cómo habíamos llegado a esto? ¿Por qué tenía yo que responder por los errores de él?
Esa noche no pude dormir. Miré a Julián roncando a mi lado y sentí un vacío inmenso. Recordé cuando soñábamos con tener una familia feliz, viajar juntos, crecer como pareja. Todo eso se había esfumado entre promesas rotas y silencios incómodos.
Al día siguiente, hablé con mi hermana Mariana por teléfono.
—No puedo más —le confesé entre lágrimas—. Siento que me estoy ahogando.
—Lucía, vos sos fuerte —me dijo—. No te merecés esto. Venite a casa unos días si necesitás pensar.
Esa invitación fue como un salvavidas. Empecé a imaginarme una vida diferente: sin gritos, sin culpas, sin cargar con lo que no era mío. Pero también sentí culpa. ¿Y si lo dejaba solo? ¿Y si después se arrepentía? ¿Qué iban a decir mis suegros? ¿Y mi hijo Emiliano?
Pero Emiliano ya tenía cinco años y empezaba a notar todo. Una noche me abrazó y me dijo:
—Mamá, ¿por qué siempre estás triste?
Eso fue como un puñal. No quería que mi hijo creciera pensando que eso era normal.
El viernes siguiente tomé una decisión. Esperé a que Julián saliera a jugar fútbol con sus amigos y empecé a empacar lo esencial: ropa para mí y Emiliano, algunos juguetes, mis documentos y un poco de dinero que había ahorrado en secreto. Llamé a Mariana y le pedí que viniera por nosotros.
Cuando Julián regresó y vio las maletas junto a la puerta, se puso pálido.
—¿Qué hacés? ¿A dónde vas?
Lo miré a los ojos por primera vez en mucho tiempo sin miedo.
—Me voy, Julián. No puedo seguir así. No quiero que Emiliano piense que esto es amor.
Él intentó detenerme, prometió cambiar, lloró incluso. Pero yo ya no podía creerle más.
Salí de esa casa temblando pero libre. En el auto de Mariana lloré todo lo que no había llorado en años. Sentí miedo, sí… pero también esperanza.
Hoy escribo esto desde el pequeño cuarto que comparto con Emiliano en casa de mi hermana. No es fácil empezar de nuevo: hay noches en las que dudo si hice lo correcto; hay días en los que extraño lo bueno que alguna vez tuvimos. Pero cada vez que veo a mi hijo sonreír sin miedo, sé que tomé la mejor decisión.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo en silencio? ¿Cuándo aprenderemos a elegirnos primero? ¿Y vos… qué harías si estuvieras en mi lugar?