La vida que no viví: entre el deber y el deseo

—¿Por qué no te quedas a cenar, mamá?— me pregunta Lucía, mi nuera, mientras recoge los platos del almuerzo del domingo. Su voz suena amable, pero en sus ojos noto el cansancio de quien también ha aprendido a callar sus propios deseos.

Me quedo mirando la mesa: los restos de tortilla, las migas de pan, los vasos medio vacíos. Mi nieto Daniel corretea por el pasillo, gritando que quiere más helado. Mi hijo, Álvaro, ni se inmuta; está absorto en su móvil. Siento una punzada en el pecho, una mezcla de ternura y tristeza. ¿Cuántos domingos como este he vivido? ¿Cuántos más me quedan?

No siempre fue así. Recuerdo cuando era joven, cuando soñaba con viajar por Andalucía, aprender a pintar como mi tía Carmen o simplemente sentarme en una terraza de Madrid a escribir poemas. Pero entonces llegó Álvaro, tan pequeño y frágil, y su padre se marchó sin mirar atrás. «Ahora tienes que ser fuerte, Rosario», me decía mi madre mientras planchaba camisas ajenas para sacar unas pesetas extra. «Los hijos lo son todo».

Y así lo creí. Dejé el trabajo en la librería para limpiar casas. Dejé de salir con mis amigas porque Álvaro tenía fiebre o porque no podía pagar una niñera. Dejé de escribir porque no había tiempo ni energía. Me convertí en madre y nada más.

—Mamá, ¿me ayudas con los deberes?— me preguntaba Álvaro cada tarde, con esos ojos grandes y tristes que heredó de mí.

—Claro, hijo. Ven aquí— le respondía, aunque por dentro solo quería tumbarme y dormir durante días.

Los años pasaron y Álvaro creció. Se hizo hombre antes de tiempo, como yo me hice mujer demasiado pronto. Encontró trabajo en una oficina y se casó con Lucía. Tuvieron a Daniel y a Marta, mis nietos adorados. Y yo seguí ahí, siempre disponible: para cuidar a los niños cuando estaban malos, para hacer la compra cuando ellos no podían, para escuchar sus problemas aunque nadie escuchara los míos.

A veces, por las noches, me asomaba al balcón y miraba las luces de la ciudad. Imaginaba cómo sería mi vida si hubiera elegido otro camino. ¿Y si hubiera dicho que no? ¿Y si hubiera pensado en mí alguna vez?

Hace dos meses, Marta me regaló una libreta por mi cumpleaños.

—Abuela, para que escribas tus historias— me dijo con una sonrisa tímida.

La libreta sigue intacta en mi mesilla de noche. Cada vez que la miro siento miedo y rabia a partes iguales: miedo de descubrir que ya no tengo nada que contar; rabia por haber dejado que la vida se me escapara entre los dedos.

Hoy, mientras recojo mi bolso para marcharme del piso de Álvaro, Lucía insiste:

—De verdad, Rosario, quédate a cenar. Así nos ayudas con los niños y yo puedo adelantar trabajo.

La miro y veo en ella el reflejo de lo que fui: una mujer cansada que nunca se permite un respiro.

—No puedo hoy, Lucía. Tengo… tengo cosas que hacer— miento. Ni yo misma sé qué cosas son esas.

En el ascensor me miro en el espejo: el pelo canoso recogido en un moño apretado, las arrugas marcando mi historia en la piel. Me pregunto cuándo fue la última vez que hice algo solo por mí.

Al llegar a casa, el silencio me golpea como un bofetón. Me siento en la cocina y saco la libreta. Abro la primera página y escribo: «Hoy he dicho que no». Las lágrimas caen sin permiso sobre el papel.

Recuerdo una conversación con mi amiga Pilar hace años:

—Rosario, ¿no te cansas de estar siempre disponible para todos menos para ti?

—Es lo que toca— le respondí entonces.

Pero ahora ya no estoy tan segura.

Esa noche sueño con la playa de Cádiz, con el olor a salitre y el sonido de las olas. Me veo joven otra vez, corriendo descalza por la arena. Al despertar, siento una mezcla de nostalgia y esperanza.

Durante las siguientes semanas empiezo a decir pequeños «noes»: no a cuidar a los niños cada tarde; no a hacer favores que nadie agradece; no a callar mis ganas de estar sola. Álvaro se sorprende:

—¿Estás bien, mamá? Te noto rara últimamente.

—Estoy aprendiendo a vivir para mí— le digo sin mirarle a los ojos.

Lucía parece aliviada y asustada al mismo tiempo. Un día me confiesa:

—A veces sueño con irme lejos y olvidarme de todo… pero luego pienso en los niños y se me pasa.

La abrazo fuerte. Sé exactamente cómo se siente.

Empiezo a escribir cada noche: recuerdos de mi infancia en Toledo, historias inventadas sobre mujeres valientes que huyen de todo para encontrarse a sí mismas. Me apunto a un taller de pintura en el centro cultural del barrio. Conozco a Carmen, una viuda risueña que me invita a tomar café después de clase.

Por primera vez en décadas siento que la vida puede ser algo más que sacrificio y rutina.

Pero no todo es fácil. Álvaro se enfada cuando le digo que este verano no podré cuidar a los niños porque quiero viajar con unas amigas.

—¿Y ahora quién nos va a ayudar?— protesta.

—Tendréis que apañaros solos— respondo con voz temblorosa pero firme.

Me siento culpable durante días. Pero también libre.

En Cádiz, sentada frente al mar con Carmen y Pilar, pienso en todas las mujeres como yo: madres, abuelas, esposas… mujeres invisibles que han olvidado cómo soñar.

Al volver a Madrid encuentro un mensaje de Lucía:

«Gracias por enseñarme que también tengo derecho a vivir mi vida».

Leo esas palabras una y otra vez mientras las lágrimas vuelven a brotar.

Ahora sé que nunca es tarde para empezar de nuevo. Que vivir para los demás está bien, pero vivir para una misma es imprescindible.

¿Y vosotros? ¿Cuándo fue la última vez que hicisteis algo solo por vosotros mismos? ¿Cuántas vidas hemos dejado sin vivir por miedo o por costumbre?