Entre el Olvido y el Regreso: La Herida de una Madre ausente
—¿Por qué mamá no viene nunca a buscarme, abuela? —pregunté una noche, mientras el viento de diciembre sacudía las ventanas de la casa humilde en la que crecí, en un barrio polvoriento de las afueras de Medellín.
Mi abuela Rosa me acarició el cabello con sus manos ásperas y callosas. Sus ojos, cansados pero llenos de ternura, esquivaron los míos. —Ella… tiene su vida, mija. Pero aquí estoy yo, ¿no ves? Aquí estoy para ti.
Crecí con esa respuesta flotando en mi pecho como una piedra. Mi madre, Lucía, se había ido cuando yo tenía apenas cuatro años. Dicen que se enamoró de un hombre que no quería hijos ajenos. Yo era ese estorbo. Así que me dejó con la abuela y desapareció. No hubo cartas, ni llamadas, ni regalos en los cumpleaños. Solo el silencio y la mirada triste de mi abuela cada vez que preguntaba por ella.
La vida con la abuela Rosa era dura pero cálida. Nos levantábamos antes del amanecer para preparar arepas y café, que ella vendía en la esquina. Yo la ayudaba a cargar las canastas y a contar las monedas al final del día. A veces, cuando el dinero alcanzaba, me compraba una paleta de mango en la tienda de don Ernesto. Esos pequeños lujos eran mi felicidad.
Pero siempre sentí ese hueco: la ausencia de mi madre. En la escuela, cuando los niños hacían tarjetas para el Día de la Madre, yo dibujaba flores para la abuela. Las maestras me miraban con lástima y murmuraban entre ellas. «Pobrecita Mariana, tan juiciosa y sin mamá».
A los quince años, la vida me dio un golpe inesperado. Era una tarde lluviosa cuando escuché golpes en la puerta. La abuela estaba en la cocina y yo fui a abrir. Allí estaba ella: Lucía. Más joven de lo que recordaba en mis sueños, con el cabello teñido de rubio y un bolso caro colgando del brazo.
—Hola, Mariana —dijo, sonriendo como si nada hubiera pasado.
Me quedé paralizada. Sentí rabia, miedo y una punzada de esperanza absurda. ¿Había venido por mí? ¿Por fin quería ser mi madre?
La abuela salió corriendo al escuchar su voz. Se quedaron mirando largo rato, como dos enemigas que se reconocen en el campo de batalla.
—¿A qué viniste, Lucía? —preguntó mi abuela con voz firme.
—Vine por mi hija —respondió ella, mirando a su alrededor con desdén—. Ya es hora de que vuelva conmigo.
No entendía nada. ¿Por qué ahora? ¿Por qué después de tantos años?
Esa noche escuché a escondidas su conversación en la cocina.
—No puedes llevártela así como así —decía mi abuela—. Aquí ha crecido, aquí tiene su vida.
—Es mi hija —insistía Lucía—. Además… —bajó la voz— necesito demostrarle a Julián que soy una buena madre. Él quiere formar familia conmigo y… bueno, Mariana puede ayudarme con los niños.
Sentí un frío recorrerme el cuerpo. No era amor lo que la traía de vuelta. Era conveniencia.
Los días siguientes fueron un infierno. Lucía empezó a visitarnos todos los días, trayendo regalos caros y promesas vacías.
—Te llevaré a vivir a una casa grande —me decía—. Tendrás tu propio cuarto y todo lo que quieras.
Pero yo veía cómo miraba a la abuela con desprecio y cómo evitaba cualquier conversación sobre el pasado.
Una tarde, mientras lavaba los platos con la abuela, le pregunté:
—¿Debo irme con ella?
La abuela dejó caer un plato y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Yo no puedo decidir por ti, mija. Solo quiero que seas feliz… pero recuerda quién estuvo aquí cuando más lo necesitaste.
Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Soñé con una familia que nunca existió y desperté con el corazón hecho trizas.
Lucía insistió tanto que al final acepté ir a pasar un fin de semana con ella y su nueva familia. Su casa era grande y fría; Julián apenas me dirigió la palabra y sus hijos me miraban como si fuera una intrusa.
Lucía me presentó ante sus amigos como «su hija mayor», pero nunca mencionó a la abuela ni habló del pasado. Me sentí invisible entre esas paredes llenas de adornos caros pero vacías de amor.
La segunda noche escuché una discusión entre Lucía y Julián:
—¿Por qué trajiste a esa muchacha aquí? No es parte de nuestra familia —decía él.
—Necesito que vean que soy responsable —respondió ella—. Solo será por un tiempo…
Me encerré en el baño y lloré en silencio. Entendí que nunca sería suficiente para ella; solo era una pieza más en su juego.
Al regresar con la abuela, me lancé a sus brazos y lloré como cuando era niña.
—No quiero volver allá —le dije—. Mi hogar eres tú.
La abuela me abrazó fuerte y me susurró:
—Aquí siempre tendrás un lugar, Mariana.
Con el tiempo aprendí a perdonar a Lucía, pero nunca olvidé su abandono ni sus motivos egoístas para regresar. La herida quedó abierta, pero el amor de mi abuela fue el bálsamo que necesitaba para seguir adelante.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántos niños en nuestro país viven historias como la mía? ¿Cuántas veces el interés pesa más que el amor verdadero? ¿Qué harías tú si tu madre regresara solo por conveniencia?