Una sola frase de mi esposo desmoronó mi mundo: Al borde del abismo
—Victoria, ya no te amo.
Esa frase, lanzada como un cuchillo en la cocina de nuestro pequeño apartamento en Laureles, Medellín, me dejó sin aire. Mi hijo Samuel jugaba en el cuarto con sus carritos, ajeno al terremoto que acababa de sacudir mi vida. Sentí que el piso se abría bajo mis pies, que todo lo que había construido en seis años de matrimonio se desmoronaba en un instante.
No supe qué decir. Miré a Andrés, mi esposo, buscando en sus ojos alguna señal de arrepentimiento, una grieta por donde pudiera colarse la esperanza. Pero él solo bajó la mirada, incapaz de sostenerme la vista. El silencio se hizo insoportable. El reloj de la pared marcaba las 7:13 p.m., y yo sentí que el tiempo se detenía.
—¿Cómo que no me amas? —logré preguntar con voz temblorosa—. ¿Desde cuándo?
Andrés suspiró, se pasó la mano por el cabello y murmuró:
—Hace meses… No sé cómo pasó. Solo sé que ya no siento lo mismo.
Quise gritarle, sacudirlo, pedirle que no me hiciera esto. Pero las palabras se me atragantaron en la garganta. Pensé en Samuel, en su carita sonriente, en las noches en que los tres veíamos películas abrazados en el sofá. ¿Todo eso era mentira? ¿Había señales que yo no quise ver?
Esa noche dormí en el cuarto de Samuel. Él se acurrucó a mi lado, sin entender por qué mamá lloraba en silencio. Andrés se fue temprano a trabajar al día siguiente y yo me quedé mirando el techo, sintiendo un vacío inmenso.
Los días siguientes fueron una pesadilla. Andrés empezó a llegar más tarde a casa, evitaba mirarme a los ojos y apenas hablaba conmigo. Yo me aferraba a la rutina: preparar el desayuno, llevar a Samuel al jardín infantil, ir a mi trabajo como secretaria en una clínica. Pero todo lo hacía en automático, como si fuera otra persona.
Mi mamá me llamaba todos los días:
—¿Estás bien, mija? ¿Te noto rara?
No podía contarle la verdad. En mi familia, el divorcio era un tabú. Mis padres llevaban 35 años juntos, soportando tempestades y silencios incómodos. Siempre me decían que el amor era cuestión de aguante.
Pero yo sentía que me ahogaba. Una tarde, después de dejar a Samuel con mi hermana Laura, fui al parque y lloré como nunca antes. Me pregunté si había hecho algo mal, si era demasiado exigente o poco cariñosa. Recordé las veces que Andrés se quedaba callado durante la cena o prefería salir con sus amigos del trabajo en vez de estar conmigo.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a Andrés hablando por teléfono en el balcón. Su voz era suave, casi susurrante:
—Sí, yo también te extraño… Pronto le diré todo.
Sentí una punzada en el pecho. No necesitaba más pruebas: había otra mujer. El dolor se mezcló con rabia y humillación. ¿Cómo podía hacerme esto? ¿Cómo podía destruir nuestra familia por alguien más?
Esa noche lo enfrenté:
—¿Quién es ella?
Andrés no negó nada. Me miró con tristeza y dijo:
—Se llama Mariana. La conocí en el trabajo. No fue planeado… simplemente pasó.
Me sentí tan pequeña, tan insignificante. Quise odiarlo, pero solo sentí un cansancio profundo.
Las semanas pasaron entre discusiones y silencios. Samuel empezó a notar la tensión; se volvió más callado y a veces lloraba sin razón aparente. Mi hermana Laura fue mi refugio; me escuchaba llorar y me abrazaba fuerte:
—No estás sola, Vicky. Tienes derecho a ser feliz.
Pero yo no sabía cómo empezar de nuevo. Tenía miedo al qué dirán, miedo a criar a Samuel sola, miedo a no poder con todo.
Un día recibí una carta de mi papá. No era hombre de muchas palabras, pero escribió:
«Hija: La vida no siempre es justa ni fácil. Pero eres fuerte y valiente. No permitas que nadie apague tu luz ni la de tu hijo. Aquí estamos para ti».
Lloré al leerla. Por primera vez sentí que podía sobrevivir a esto.
Finalmente Andrés se fue del apartamento. Samuel preguntó por él todos los días:
—¿Por qué papá ya no vive aquí?
No supe qué responderle sin romperle el corazón. Solo lo abracé y le dije:
—Papá te quiere mucho, pero ahora va a vivir en otra casa.
Las noches eran las peores; el silencio era ensordecedor y la soledad pesaba como una losa. Pero poco a poco empecé a reconstruirme: salía a caminar con Samuel por el barrio, retomé mis clases de pintura los sábados y acepté la ayuda de mi familia sin sentirme menos por ello.
Un día, mientras pintaba un atardecer sobre las montañas de Medellín, Samuel se acercó y me abrazó fuerte:
—Mami, ¿tú estás triste?
Lo miré a los ojos y le respondí:
—A veces sí… pero contigo siempre soy feliz.
He aprendido que la vida puede cambiar en un segundo; que una sola frase puede derrumbarlo todo, pero también puede ser el inicio de algo nuevo. No sé si algún día podré perdonar del todo a Andrés o si volveré a confiar en alguien más. Pero sé que tengo derecho a buscar mi propia felicidad y la de mi hijo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven callando su dolor por miedo al qué dirán? ¿Cuántas merecen volver a empezar sin culpa? ¿Y tú… te atreverías a reconstruir tu vida desde cero?