Los Tres Amores de Mi Vida: Entre el Destino y el Dolor
—¿Por qué siempre termino llorando en este mismo banco del parque, mamá? —le pregunté a mi madre una tarde de julio, mientras el sol caía sobre las jacarandas de mi barrio en Guadalajara. Ella me miró con esos ojos cansados de quien ha visto demasiadas despedidas y me acarició el cabello.
—Porque eres como yo, Sofía. Siempre te entregas entera, aunque sepas que te pueden romper —me respondió, y sentí cómo se me apretaba el pecho.
Mi historia comienza con Emiliano, mi primer amor. Tenía diecisiete años y él era el chico nuevo del colegio. Moreno, con una sonrisa tímida y una risa que llenaba los pasillos. Nos conocimos en una fiesta de quince años; bailamos cumbia hasta que nos dolieron los pies. Esa noche, bajo las luces de colores y el olor a pozole, me besó por primera vez. Creí que ese amor sería para siempre.
Pero la vida en México no es fácil para los soñadores. Emiliano tenía que trabajar en la tienda de su papá después de clases, y yo debía cuidar a mis hermanos menores mientras mi mamá limpiaba casas en la colonia Providencia. Aun así, nos escapábamos al parque, compartíamos un elote y hablábamos de nuestros sueños: él quería ser arquitecto, yo periodista. Un día, mientras caminábamos por la avenida Chapultepec, me tomó la mano y dijo:
—Sofi, ¿y si nos vamos juntos a la Ciudad de México? Allá todo es posible.
Yo reí, pensando que era solo una fantasía. Pero cuando llegó el momento de elegir universidad, Emiliano se fue sin despedirse. Me dejó una carta en la mochila: “Perdóname por no ser valiente contigo”. Lloré durante semanas. Mi mamá me abrazaba por las noches mientras yo repetía su nombre como un rezo. Ese fue mi primer amor: intenso, ingenuo y dolorosamente breve.
El segundo llegó cuando menos lo esperaba. Tenía veintitrés años y trabajaba como reportera en un periódico local. Conocí a Camilo en una marcha por los desaparecidos; él llevaba una pancarta con la foto de su hermano. Nos unió la rabia y la esperanza. Camilo era apasionado, valiente, siempre dispuesto a luchar por los demás. Me enamoré de su fuerza y su ternura.
Nuestra relación fue un torbellino: protestas, noches sin dormir escribiendo artículos, discusiones sobre política y justicia social. Mi familia no lo aceptaba; decían que era peligroso andar con alguien tan metido en problemas. Una noche, después de una manifestación que terminó en represión policial, llegué a casa con la ropa manchada de sangre (no mía, sino de un compañero). Mi papá me gritó:
—¡¿Hasta cuándo vas a entender que ese mundo no es para ti?!
Pero yo no podía dejar a Camilo ni abandonar la causa. Hasta que un día desapareció. Nadie supo nada de él durante semanas. Yo recorrí hospitales, cárceles, oficinas del gobierno. Mi mamá lloraba conmigo cada noche:
—Hija, tienes que dejarlo ir…
Pero yo no podía. Cuando finalmente apareció su cuerpo en un canal a las afueras de la ciudad, sentí que una parte de mí moría también. Ese amor me enseñó el dolor más profundo: el de perder a alguien no solo por el destino, sino por la injusticia.
Pasaron años antes de atreverme a amar otra vez. Me mudé a Monterrey para empezar de nuevo. Trabajaba en una agencia de publicidad y evitaba cualquier compromiso emocional. Hasta que conocí a Valeria en una reunión de amigos. Era diferente: tranquila, paciente, con una risa suave que calmaba mis tormentas internas.
Valeria tenía una hija pequeña, Lucía, fruto de una relación anterior marcada por la violencia doméstica. Al principio dudé; mi familia tampoco lo entendía:
—¿Cómo vas a criar a una niña que no es tuya? —me preguntó mi hermana menor.
Pero Lucía me conquistó con sus dibujos y sus abrazos pegajosos después del kinder. Con Valeria aprendí lo que era el amor maduro: construir algo día a día, aceptar los defectos del otro y aprender a perdonar.
Sin embargo, la vida nunca deja de poner pruebas. Valeria perdió su trabajo durante la pandemia y yo tuve que sostener la casa sola durante meses. Las discusiones se volvieron rutina: cuentas sin pagar, miedo al futuro, cansancio acumulado.
—No sé si puedo más —me dijo Valeria una noche mientras Lucía dormía.
—No me pidas que te deje ahora —le supliqué.
Pero ella ya había tomado su decisión. Se fue con Lucía a casa de su madre en Veracruz. Me quedé sola en un departamento vacío, rodeada de recuerdos: los dibujos de Lucía pegados en la nevera, las tazas con mensajes cursis que compramos juntas.
Hoy tengo treinta y dos años y sigo sentada en este banco del parque donde todo comenzó. He amado tres veces y he perdido tres veces. A veces me pregunto si el amor está hecho para durar o si solo viene a enseñarnos algo antes de irse.
Miro las jacarandas florecer otra vez y pienso en Emiliano, Camilo y Valeria. Cada uno dejó una huella imborrable en mi vida; cada uno me enseñó algo distinto sobre el amor y sobre mí misma.
¿Será que todos tenemos tres grandes amores? ¿O será que algunos estamos destinados a amar muchas veces sin encontrar nunca un final feliz? ¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena seguir creyendo en el amor después de tantas despedidas?