El día que dejé de ser invisible: Una huida hacia mí misma
—¡Mamá, no encuentro mi camiseta del Atleti! —gritó Lucas desde el pasillo, mientras Martina lloraba porque no quería desayunar cereales otra vez.
Eran las siete y media de la mañana y yo ya sentía que había vivido un día entero. El café se enfriaba en la encimera mientras recogía calcetines, preparaba bocadillos y trataba de recordar si hoy tocaba educación física o música. Mi marido, Fernando, salía de la ducha con el móvil pegado a la oreja, murmurando algo sobre una reunión urgente.
—¿Has visto mis llaves? —me preguntó sin mirarme.
—En el recibidor, como siempre —respondí, conteniendo el impulso de gritarle que las buscase él mismo.
No recuerdo cuándo empecé a sentirme invisible. Quizá fue después del segundo embarazo, cuando dejé mi trabajo en la librería para dedicarme a los niños. O tal vez fue antes, cuando Fernando empezó a llegar más tarde a casa y las conversaciones se reducían a listas de la compra y horarios escolares. Lo cierto es que cada día era igual al anterior: limpiar, cocinar, llevar y traer niños, resolver peleas, hacer la compra, planchar uniformes…
Una tarde, mientras doblaba ropa en silencio, escuché a mi suegra decirle a Fernando por teléfono:
—Tu mujer tiene suerte de poder quedarse en casa. Antes las mujeres no se quejaban tanto.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Suerte? ¿Era suerte vivir para los demás y olvidarme de mí misma?
Esa noche, después de acostar a los niños, me miré al espejo. Tenía ojeras profundas y el pelo recogido en un moño deshecho. No reconocía a la mujer que me devolvía la mirada. Recordé cómo era antes: risueña, llena de sueños, con ganas de viajar y leer novelas enteras en una tarde lluviosa. Ahora apenas tenía tiempo para ducharme sin interrupciones.
La gota que colmó el vaso llegó un sábado por la mañana. Fernando se fue a jugar al pádel con sus amigos y me dejó sola con los niños. Martina vomitó en el coche camino al parque y Lucas se peleó con otro niño por un balón. Cuando llegamos a casa, mi madre llamó para decirme que tenía que cuidar a mi padre porque le habían subido la tensión.
Me senté en el suelo de la cocina y lloré en silencio. Nadie vino a buscarme. Nadie preguntó si estaba bien.
Esa noche escribí una nota: “Fernando, estoy en California. Los niños están con la abuela. Por favor, perdóname y entiende.”
No fui a California, claro. Pero necesitaba desaparecer aunque fuera por unas horas. Dejé a los niños con mi madre y cogí un tren a Valencia. En el vagón, sentí una mezcla de culpa y alivio tan intensa que me temblaban las manos.
Durante dos días caminé por la playa, leí un libro entero y dormí sin sobresaltos. No contesté llamadas ni mensajes. Me sentí libre… y también aterrada.
El tercer día volví a casa. Fernando me esperaba en el salón, con cara de preocupación y rabia contenida.
—¿Se puede saber qué te ha pasado? ¿Cómo se te ocurre dejarme solo con todo?
—¿Solo con todo? —repetí, incrédula—. ¿Tú sabes lo que es eso? ¿Alguna vez te has sentido invisible aquí?
Se hizo un silencio incómodo. Los niños me abrazaron llorando cuando me vieron entrar. Mi madre me miró con reproche pero también con algo parecido a comprensión.
Esa noche hablamos hasta las tantas. Le conté cómo me sentía: agotada, sola, anulada como persona. Fernando escuchó en silencio por primera vez en años.
—No sabía que estabas tan mal —dijo al final—. Pensé que eras feliz así.
—Nadie es feliz siendo invisible —le respondí.
A partir de ese día empezamos a repartir tareas: Fernando lleva ahora a los niños al colegio dos veces por semana y yo he vuelto a trabajar media jornada en la librería. No ha sido fácil; las críticas familiares no han tardado en llegar.
—Las madres de antes no hacían estas cosas —me dijo mi suegra una tarde.
—Las madres de antes tampoco eran felices —le contesté sin miedo.
A veces me siento culpable por haberme ido así, pero también sé que si no lo hubiera hecho habría terminado enfermando o perdiéndome para siempre.
Hoy me miro al espejo y veo a una mujer cansada pero viva. A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven así, sintiéndose invisibles? ¿Cuándo aprenderemos a pedir ayuda antes de rompernos del todo?