Sombras en la Casa de Abuela: La Infancia Silenciada de Mariana

—No quiero hablar de eso, Samuel. Por favor, no insistas.

La voz de Mariana temblaba, y sus manos, pequeñas y fuertes, apretaban la taza de café como si fuera un salvavidas. Era la tercera vez esa semana que intentaba acercarme a su pasado, ese muro invisible que siempre nos separó desde que nos conocimos en la universidad de Medellín. Yo la amaba con una devoción que me dolía en el pecho, pero su silencio era un abismo.

Esa noche, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en Envigado. El sonido era casi hipnótico, y el olor a tierra mojada me recordaba mi propia infancia en el campo. Pero Mariana estaba lejos, perdida en sus pensamientos. Me acerqué y le tomé la mano. Ella no me miró.

—¿Sabes lo que es crecer con miedo? —susurró de pronto, tan bajo que casi no la escucho.

Me quedé callado. Sentí que algo importante estaba a punto de romperse.

—Mi mamá me dejó con mi abuela cuando tenía seis años —continuó—. Nunca supe por qué. Solo recuerdo el portazo y el eco de sus pasos alejándose por el corredor de baldosas frías. Mi abuela, Doña Rosa, era una mujer dura. Decía que los sentimientos eran para los débiles y que aquí, en esta casa, solo se lloraba en silencio.

Mariana se detuvo. Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.

—¿Y tu papá? —pregunté con voz suave.

—Nunca lo conocí. Mamá decía que era un hombre malo, pero nunca explicó nada más. En la casa de mi abuela, aprendí a callar. Aprendí a esconderme cuando llegaba mi tío Ernesto borracho, gritando y tirando cosas. A veces golpeaba a mi abuela, otras veces a mí. Nadie decía nada. En el barrio todos sabían, pero nadie se metía.

Sentí un nudo en la garganta. Mariana nunca había hablado así. Yo solo conocía a la mujer fuerte, la profesora dedicada, la esposa cariñosa pero reservada.

—¿Por qué nunca me lo contaste? —pregunté, sintiendo una mezcla de rabia e impotencia.

Ella soltó una risa amarga.

—¿Para qué? Aquí nadie quiere escuchar historias tristes. Todos tenemos problemas, ¿no? Además, si hablas mucho te dicen que eres una exagerada o que buscas lástima.

Me quedé pensando en cuántas veces había visto a Mariana quedarse callada en reuniones familiares cuando alguien hacía un comentario sobre «la familia perfecta» o sobre lo fácil que era la vida para quienes tenían estudios universitarios.

—¿Y tu mamá? ¿Volvió alguna vez?

Mariana bajó la mirada.

—Una vez, cuando tenía quince años. Llegó con un hombre nuevo y dos niños pequeños. Me miró como si fuera una extraña. Me dijo que debía entenderla, que la vida era dura para las mujeres solas. Me abrazó rápido y se fue antes del desayuno. Nunca más supe de ella.

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, la lluvia seguía cayendo como si el cielo también llorara por Mariana.

—¿Cómo hiciste para salir adelante? —pregunté finalmente.

Ella suspiró.

—La escuela fue mi refugio. La profesora Lucía me veía, ¿sabes? Me preguntaba cómo estaba y me dejaba quedarme después de clase para ayudarla a limpiar el salón. A veces me daba galletas o me prestaba libros. Gracias a ella aprendí que podía ser más que el dolor que llevaba dentro.

Me contó cómo trabajó limpiando casas los fines de semana para ahorrar para la universidad. Cómo soportó burlas y comentarios malintencionados por ser «la nieta de la loca Rosa». Cómo aprendió a defenderse sola porque nadie más lo haría por ella.

—Por eso no hablo mucho —dijo al final—. Porque aprendí que las palabras pueden ser cuchillos o pueden salvarte la vida. Y yo prefiero usarlas solo cuando es necesario.

Me acerqué y la abracé fuerte. Sentí su cuerpo temblar contra el mío y entendí que esa mujer valiente había sobrevivido a un infierno del que yo no tenía idea.

—Te amo —le susurré—. Y ahora te admiro aún más.

Mariana sonrió por primera vez esa noche, una sonrisa triste pero real.

—Gracias por escucharme, Samuel. A veces pienso que si más personas se atrevieran a hablar de lo que han vivido, este país sería diferente.

Nos quedamos así, abrazados en medio del pequeño comedor mientras afuera seguía lloviendo. Pensé en todas las Marianas que existen en Colombia, en América Latina; mujeres y hombres que cargan historias silenciadas por miedo al qué dirán o porque nadie les enseñó a pedir ayuda.

Esa noche entendí que el amor no es solo compartir alegrías, sino también sostenerse en medio del dolor ajeno, aunque no lo entiendas del todo.

Ahora me pregunto: ¿Cuántos secretos guardan las personas que amamos? ¿Cuántas veces hemos juzgado sin saber lo que hay detrás de una mirada triste o una sonrisa forzada? ¿Y si todos nos atreviéramos a escuchar sin juzgar?