Cuando El Amor Se Vuelve Silencio: La Historia de Ella y Sebastián

—¿Por qué no contestas, Sebastián? —mi voz temblaba, aunque intentaba sonar tranquila. El celular vibraba en mi mano, pero la pantalla seguía vacía. Era la tercera vez en la semana que me dejaba en visto. Antes, Sebastián era el primero en escribirme cada mañana, preguntando si ya había desayunado o si mi mamá seguía con sus dolores de espalda. Ahora, el silencio era su respuesta favorita.

No sé en qué momento todo cambió. Quizá fue después de aquella fiesta en casa de su primo Andrés, cuando lo vi hablando con esa chica de cabello rizado. O tal vez fue antes, cuando empezó a llegar tarde a nuestras citas y a inventar excusas sobre el trabajo en la constructora. «Es que el jefe me pidió quedarme más tiempo, Ella», decía, sin mirarme a los ojos.

Mi mamá siempre me decía: «Cuando un hombre quiere estar contigo, se nota. No hay dudas ni silencios». Pero yo quería creer que Sebastián era diferente, que sus ausencias eran culpa del estrés, del tráfico de la ciudad, de cualquier cosa menos de mí.

Una noche, después de cenar sola otra vez, decidí enfrentar la verdad. Caminé hasta su departamento en la colonia Roma, con el corazón apretado y las manos sudorosas. Toqué la puerta y escuché pasos lentos al otro lado.

—¿Ella? ¿Qué haces aquí tan tarde? —su voz sonaba cansada, como si yo fuera una carga más.

—Necesito hablar contigo —dije, tragando saliva—. Siento que te estoy perdiendo y no sé por qué.

Él bajó la mirada y suspiró. —No es eso… sólo estoy muy ocupado.

—¿Ocupado o cansado de mí? —pregunté, sin poder evitar que mi voz se quebrara.

Sebastián no respondió. Se hizo un silencio tan espeso que podía escuchar el latido de mi propio corazón. Quise abrazarlo, pero él dio un paso atrás.

—Mira, Ella… creo que necesitamos un tiempo —dijo al fin, mirando hacia la ventana—. No sé si esto está funcionando.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Un tiempo? ¿Después de tres años juntos? Recordé todas las veces que me había dejado esperando en el café, las llamadas sin responder, los planes cancelados a último minuto. Todo cobraba sentido: él no quería ser el malo de la historia. Prefería empujarme lejos poco a poco, hasta que yo misma me cansara y lo dejara.

Salí de su departamento sin mirar atrás. Caminé bajo la lluvia hasta llegar a casa de mi mejor amiga, Mariana. Ella me recibió con un abrazo y una taza de té caliente.

—¿Otra vez Sebastián? —preguntó con ese tono entre compasiva y molesta—. Amiga, tienes que abrir los ojos. Ese hombre no te merece.

Lloré toda la noche. No sólo por Sebastián, sino por mí misma. Por haberme aferrado a un amor que ya no existía, por ignorar las señales: los mensajes sin responder, las excusas baratas, las miradas esquivas.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá notó mi tristeza y trató de animarme con sus historias del pueblo: «Allá los hombres son más directos; si no quieren algo, lo dicen de frente». Pero yo sabía que no era cuestión de lugar ni de costumbres. Era miedo: miedo a quedar como el malo, miedo a enfrentar el dolor del otro.

Una tarde, mientras ayudaba a mi hermana menor con su tarea de matemáticas, recibí un mensaje de Sebastián: «¿Podemos hablar?» Dudé en contestar. Parte de mí quería correr a verlo; otra parte quería protegerse del dolor.

Nos encontramos en un café cerca del parque México. Él llegó tarde, como siempre. Se sentó frente a mí y jugueteó con la taza sin atreverse a mirarme.

—Perdón por todo —dijo al fin—. No he sabido cómo manejar esto… No quiero lastimarte.

—Ya lo hiciste —respondí—. Lo peor no es que quieras irte; lo peor es que me hiciste dudar de mí misma.

Él bajó la cabeza y murmuró algo ininteligible. Yo sentí una mezcla de rabia y alivio. Por fin tenía una respuesta, aunque fuera dolorosa.

Esa noche lloré por última vez por Sebastián. Decidí enfocarme en mí: retomé mis clases de yoga, salí con mis amigas al cine del centro histórico y empecé a escribir en un cuaderno todo lo que sentía. Descubrí que el amor propio también se aprende a golpes.

Un mes después, mientras caminaba por el tianguis buscando flores para mi mamá, lo vi a lo lejos con otra chica. Sentí una punzada en el pecho, pero también una extraña paz. Ya no era mi problema; ya no era mi dolor.

Hoy puedo decir que sobreviví a ese amor silencioso y cobarde. Aprendí a leer las señales y a no conformarme con migajas de cariño. Porque merezco un amor valiente, uno que no tema decir adiós si es necesario.

A veces me pregunto: ¿Por qué nos cuesta tanto enfrentar la verdad? ¿Por qué preferimos herir con silencios antes que hablar con honestidad? ¿Ustedes qué piensan?