Mi hijo dejó de contestar mis llamadas: el día que llamé a su esposa y todo cambió
—¿Por qué no me contestas, Diego? —susurré al teléfono, con la voz temblorosa y la pantalla iluminando la penumbra del salón. Era la cuarta vez esa semana. Ni una sola respuesta. Ni un mensaje. Nada. El silencio de mi hijo era un cuchillo que se hundía más hondo cada día.
Recuerdo cuando Diego era pequeño y corría por el pasillo de nuestro piso en Vallecas, riendo, con las rodillas llenas de raspones y los ojos llenos de vida. Ahora, a sus treinta y dos años, parecía que había levantado un muro entre nosotros. Todo empezó cuando se casó con Lucía. Yo intenté ser una buena suegra, pero admito que a veces me pasaba de la raya: preguntaba demasiado, opinaba sobre su casa, su trabajo, incluso sobre cuándo iban a tener hijos. Diego me lo dijo muchas veces: “Mamá, tienes que dejarme vivir mi vida”.
Pero ¿cómo se hace eso? ¿Cómo se apaga el instinto de madre?
La última vez que hablamos fue hace dos meses. Discutimos. Yo le reproché que nunca venía a verme, que Lucía no me llamaba ni para felicitarme el santo. Él explotó: “¡Mamá, basta! No quiero que sigas interfiriendo en mi vida. Si sigues así, dejaré de hablarte”. Y cumplió su amenaza.
Las semanas pasaron y la angustia creció. Mi marido, Antonio, intentaba tranquilizarme: “Déjale espacio, Carmen. Ya volverá”. Pero yo no podía dormir. Me levantaba por las noches y miraba su foto en la estantería del salón.
Una tarde de domingo, mientras la lluvia golpeaba los cristales y el reloj marcaba las seis, tomé una decisión. Marqué el número de Lucía. Dudé antes de pulsar llamar, pero la necesidad pudo más.
—¿Sí? —contestó ella, con voz fría.
—Hola, Lucía… Soy Carmen. Perdona que te moleste, pero… ¿está Diego bien? Llevo semanas sin saber nada de él.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotras. Oí su respiración al otro lado.
—Diego está bien —dijo finalmente—. Pero ha decidido que necesita distancia. No quiere hablar contigo ahora mismo.
Sentí un nudo en la garganta.
—¿Pero por qué? ¿Qué he hecho tan mal? Solo quiero saber si está bien…
Lucía suspiró.
—Carmen, te lo digo con cariño: le quieres tanto que le ahogas. No le dejas espacio para ser él mismo. Está cansado de sentir que nunca es suficiente para ti.
Sus palabras me atravesaron como una lanza. Quise defenderme, decirle que todo lo hacía por amor, pero me di cuenta de que no tenía sentido.
—¿Y tú? —pregunté— ¿Tú también piensas eso?
—Sí —respondió sin titubear—. Nos queremos mucho, pero tu presencia constante nos ha hecho discutir más de lo que imaginas. Incluso hemos pensado en separarnos varias veces por culpa de las tensiones familiares.
Me quedé muda. Nunca imaginé que mi deseo de estar cerca pudiera causar tanto daño.
Colgué el teléfono y me derrumbé en el sofá. Antonio vino corriendo al oírme llorar.
—¿Qué ha pasado?
Le conté todo entre sollozos. Él me abrazó y me dijo:
—Carmen, tienes que dejarle volar. Si le quieres, tienes que aprender a soltarle.
Las semanas siguientes fueron un infierno. Me sentía vacía, inútil. Empecé a ir a terapia en el centro de salud del barrio; necesitaba entender por qué no podía dejar de controlar la vida de mi hijo.
En una sesión, la psicóloga me preguntó:
—¿Qué temes perder si Diego se aleja?
No supe responderle al principio. Luego lo entendí: temía perderme a mí misma. Había dedicado toda mi vida a ser madre; sin Diego cerca, ¿quién era yo?
Pasaron los meses y aprendí a ocupar mi tiempo en otras cosas: retomé las clases de pintura en el centro cultural, salí a caminar con mi vecina Pilar, incluso empecé a escribir un diario.
Un día recibí un mensaje de Diego: “Mamá, ¿podemos hablar?”
Nos vimos en una cafetería cerca del Retiro. Estaba nerviosa; él también.
—Mamá —empezó—, sé que lo has pasado mal. Yo también… Pero necesito que entiendas que soy adulto y tengo mi vida con Lucía. Te quiero mucho, pero no puedo vivir pendiente de tus expectativas.
Le miré a los ojos y vi al niño que fui incapaz de dejar crecer.
—Lo sé —le dije—. Estoy aprendiendo a soltar… aunque me cueste la vida.
Nos abrazamos largo rato. No sé si algún día todo volverá a ser como antes, pero al menos ahora sé que amar también es dejar ir.
A veces me pregunto: ¿Cuántas madres españolas viven atadas al miedo de perder a sus hijos adultos? ¿Cuándo aprendemos a soltar sin sentirnos culpables? ¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez ese doloroso vacío cuando los hijos se alejan?