El viejo asador de Don Ernesto: una lección de generosidad en el barrio

—¿Y si le pregunto otra vez? —me repetía mientras miraba por la ventana, viendo cómo Don Ernesto limpiaba su viejo asador en el patio contiguo. El humo del carbón, mezclado con el aroma a carne asada, cruzaba la barda y me llenaba de nostalgia. Desde niño, los domingos en casa eran sinónimo de asado, pero desde que papá se fue y mamá tuvo que trabajar dobles turnos en el hospital, esos días quedaron atrás. Ahora, con mi propio hijo, soñaba con revivir esa tradición. Pero no tenía asador, y el de Don Ernesto era perfecto.

Me armé de valor y salí al patio. Don Ernesto, con su sombrero de palma y su camisa a cuadros, me saludó con ese gesto seco que siempre usaba.

—Buenas tardes, Don Ernesto. Qué bien se ve ese asador…

Él ni siquiera levantó la vista. —Viejo pero rendidor. Aquí ha pasado media vida —dijo, dándole una palmada al metal oxidado.

—¿Y nunca ha pensado en venderlo? Yo podría darle buen uso…

Don Ernesto soltó una risa áspera. —¿Venderlo? ¿Para qué? Uno nunca sabe cuándo lo va a necesitar. Además, como decía mi papá: “Un peso ahorrado es un peso ganado”.

Me quedé parado, sintiendo el calor del sol y el frío de su negativa. No insistí más. Volví a casa, resignado, mientras mi hijo Emiliano me preguntaba si algún día podríamos hacer una carne asada como las que veía en la tele.

Esa noche, mientras cenábamos frijoles con huevo, escuché voces alteradas en la casa de Don Ernesto. Su hija Lucía había llegado llorando. —¡Papá, ya basta! ¡No puedes seguir guardando todo como si fuera oro! ¡Mamá necesita espacio para su silla de ruedas! —gritaba desde el patio.

—¡Ese asador es mío! ¡No lo voy a regalar ni vender! —respondía él, terco como siempre.

Me sentí incómodo escuchando la discusión ajena, pero era imposible no oír cada palabra en esas casas pegadas una a la otra. Pensé en mi propio padre y en cómo su orgullo nos había dejado solos tantas veces.

Al día siguiente, el barrio amaneció revuelto. Un cortocircuito en la casa de Don Ernesto provocó un incendio en el patio trasero. Las llamas devoraron todo a su paso: plantas, herramientas y sí, el viejo asador. Los vecinos corrimos con cubetas y mangueras, pero cuando llegaron los bomberos ya era tarde.

Don Ernesto estaba sentado en la banqueta, cubierto de hollín y lágrimas. Lucía lo abrazaba mientras él murmuraba: —Tantos años guardando cosas… y al final no me quedó nada.

Me acerqué con Emiliano a mi lado. Dudé un segundo antes de hablar.

—Don Ernesto… lo siento mucho. Si necesita algo…

Él me miró con los ojos rojos. —¿Sabes qué es lo peor? Que nunca lo compartí. Ni contigo ni con nadie. Siempre pensando que mañana sería mejor momento…

Lucía intervino: —Papá, lo importante es que estamos vivos. Las cosas van y vienen.

Esa tarde, los vecinos nos organizamos para ayudarles a limpiar el desastre. Entre todos juntamos dinero para comprarle una silla nueva a la esposa de Don Ernesto y algunos utensilios básicos para la cocina. Yo ofrecí mi pequeño patio para hacer una carne asada comunitaria el siguiente domingo.

El domingo llegó y el aroma a carbón volvió al barrio. Esta vez no era solo para una familia, sino para todos: niños corriendo entre las mesas improvisadas, abuelas contando historias y Don Ernesto sonriendo tímidamente mientras le servía un trozo de carne a Emiliano.

—Gracias por invitarme —me dijo en voz baja—. Nunca pensé que perder algo me haría ganar tanto.

Esa noche, mientras lavaba los platos junto a mi hijo, pensé en lo fácil que es aferrarse a las cosas materiales y olvidar lo esencial: compartir, ayudar y estar presentes para los demás.

¿De qué sirve guardar tanto si al final lo más valioso es lo que damos? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de ser generosos por miedo o terquedad? Tal vez hoy sea el momento de abrir las manos y el corazón antes de que sea demasiado tarde.