La promesa rota de un hijo: El regreso de una madre ausente

—Samuel, por favor, escúchame… —mi voz se quiebra en el portal del edificio, mientras él, con la mochila colgando de un solo hombro, ni siquiera me mira a los ojos.

—No tengo madre —responde, seco, y se aleja con pasos firmes por la acera de Lavapiés, como si cada baldosa le ayudara a alejarse más de mí.

Me quedo clavada en el sitio, sintiendo cómo el frío de la tarde madrileña se me mete en los huesos. Hace años que no piso este barrio. Todo ha cambiado: las tiendas de siempre han cerrado, los bares tienen nombres en inglés y los niños juegan con móviles en vez de saltar a la comba. Pero lo que más ha cambiado es Samuel. Ya no es el niño al que le cantaba nanas antes de dormir; ahora es un adolescente con el rostro endurecido por la ausencia y la rabia.

Recuerdo el día en que tomé la decisión que lo cambió todo. Samuel tenía tres años cuando su padre, Javier, nos dejó. Yo me quedé sola, sin trabajo y con una montaña de facturas. Mi madre, Carmen, me ayudó como pudo, pero no era suficiente. Cuando me ofrecieron un puesto limpiando casas en Alemania, sentí que era la única salida. «Vuelvo en un año, cariño», le prometí a Samuel mientras él lloraba abrazado a su abuela. Pero un año se convirtió en dos, luego en cinco. Cada llamada era más difícil; cada vez que escuchaba su voz distante al otro lado del teléfono, sentía que lo perdía un poco más.

Carmen fue su verdadero refugio. Ella le enseñó a leer, le preparó bocadillos de nocilla y le acompañó a las reuniones del colegio. Yo enviaba dinero y regalos por Navidad, pero nunca era suficiente. «¿Por qué mamá no viene?», preguntaba Samuel. «Está trabajando para darte un futuro mejor», respondía Carmen, ocultando las lágrimas tras sus gafas gruesas.

Hoy he vuelto porque Carmen ha enfermado. El cáncer la consume rápido y sabe que no le queda mucho tiempo. «Tienes que hablar con tu hijo», me dijo hace una semana desde la cama del hospital Gregorio Marañón. «No puedes dejarle solo otra vez».

Por eso estoy aquí, esperando bajo la lluvia a que Samuel vuelva del instituto. Cuando por fin aparece y me ve, su rostro se tensa como una cuerda a punto de romperse.

—¿Qué quieres? —me pregunta sin detenerse.

—Solo quiero hablar contigo…

—¿Hablar? ¿Ahora? ¿Después de diez años? —su voz es baja pero cortante—. No necesito nada de ti.

Intento acercarme, pero él retrocede.

—Samuel, sé que te fallé. Sé que no estuve cuando más me necesitabas…

—No tienes ni idea —me interrumpe—. ¿Sabes lo que es esperar cada noche a que alguien vuelva y nunca lo haga? ¿Sabes lo que es ver a los demás con sus madres en las funciones del colegio mientras tú solo tienes a tu abuela?

Me quedo sin palabras. Todo lo que había ensayado en el avión se desvanece ante su dolor.

—Lo siento… —susurro—. No hay excusa para lo que hice.

Samuel aprieta los puños y mira al suelo.

—¿Por qué has vuelto? ¿Por la abuela? ¿O porque te sientes sola?

No sé qué responderle. La verdad es ambas cosas. Carmen es mi madre y está muriendo; Samuel es mi hijo y lo he perdido.

Esa noche duermo en el sofá de casa de Carmen. Ella apenas puede hablar, pero cuando me ve llorar en silencio junto a su cama, me acaricia la mano con ternura.

—Dale tiempo —me dice—. El dolor no se borra con palabras bonitas.

Los días pasan entre hospitales y silencios incómodos. Samuel apenas me dirige la palabra. Solo habla con su abuela; conmigo mantiene una distancia glacial. Un día le escucho hablar con su amigo Marcos por teléfono:

—No pienso perdonarla —dice Samuel—. Me juré que nunca sería como ella. Que nunca abandonaría a nadie.

Me duele escuchar esas palabras, pero sé que tiene razón. Yo también me hice una promesa cuando era joven: nunca sería como mi padre, que nos dejó sin mirar atrás. Y sin embargo…

La noche antes de que Carmen muera, Samuel entra en mi habitación.

—¿Por qué no luchaste más? —me pregunta de repente—. ¿Por qué no volviste?

Me siento en la cama y le miro a los ojos por primera vez en años.

—Tenía miedo —le confieso—. Miedo de volver y encontrarme con tu odio. Miedo de no ser suficiente para ti.

Samuel baja la mirada.

—Pues ese miedo nos ha destrozado a los dos —dice antes de salir y cerrar la puerta suavemente.

El día del entierro llueve sin parar. Samuel camina delante del féretro con el rostro empapado; no sé si por la lluvia o por las lágrimas. Después del cementerio, nos quedamos solos en casa de Carmen. El silencio es tan denso que casi asfixia.

—¿Y ahora qué? —pregunta Samuel finalmente—. ¿Te vas otra vez?

Me acerco despacio y le pongo una mano en el hombro.

—No pienso irme —le digo—. No esta vez.

Samuel no responde, pero tampoco se aparta. Nos quedamos así un rato largo, dos extraños intentando reconocerse entre los restos de una familia rota.

A veces me pregunto si algún día podrá perdonarme o si esta herida nos acompañará siempre. ¿Cuántas familias viven atrapadas entre promesas rotas y silencios? ¿Y si nunca encontramos el valor para pedir perdón o para aceptar el dolor del otro?