Cuarenta y ocho años de silencio: La vida que nunca viví
—¿Y ahora qué hago yo? —me pregunté en voz alta, mientras cerraba la puerta tras de mí y el eco de la maleta de Lucía se perdía escaleras abajo. El silencio en casa era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Por primera vez en veintiocho años, el pasillo olía a nada. Ni colonia barata de adolescente, ni el humo del tabaco de mi marido, ni el aroma a lentejas que tanto odiaban mis hijos. Solo vacío.
Me llamo Carmen y nací en un pueblo pequeño de Castilla-La Mancha, donde las mujeres aprendemos desde niñas que la familia es lo primero y lo último. Mi madre, Rosario, me lo repetía cada vez que me veía soñar despierta mirando por la ventana: “Carmen, la vida está aquí, no te vayas a perder”. Y yo, obediente, me quedé. Me casé con Antonio a los veintidós, tuve a Marcos a los veintitrés y a Lucía a los veintiséis. Desde entonces, mi vida fue una sucesión de lavadoras, deberes escolares y cenas rápidas antes de que Antonio llegara del bar.
—Mamá, ¿has visto mi sudadera azul? —gritaba Marcos desde su habitación.
—Está en el tendedero, hijo —contestaba yo, mientras recogía los platos del desayuno.
Así pasaron los años. Los días se parecían tanto entre sí que ahora apenas puedo distinguirlos en mi memoria. Solo recuerdo momentos sueltos: la fiebre de Lucía cuando tenía cinco años, el primer suspenso de Marcos, las discusiones con Antonio por tonterías que hoy me parecen ridículas.
Nunca viajé más allá de Madrid. Nunca tuve amigas íntimas; las vecinas eran solo eso, vecinas con las que compartía recetas y chismes en la puerta del supermercado. Mi única hermana, Pilar, se fue a Barcelona con diecinueve años y apenas nos llamábamos. Yo no entendía cómo podía dejarlo todo atrás. Ahora la envidio.
El día que Lucía se fue a estudiar a Salamanca sentí un vértigo extraño. Me quedé sola en casa con Antonio, pero él era ya casi un desconocido. Apenas hablábamos más allá de lo imprescindible. El trabajo en la cooperativa le había dejado cansado y huraño. Yo intentaba llenar el vacío con tareas domésticas inútiles: limpiar cajones que ya estaban limpios, ordenar fotos viejas, tejer bufandas para nadie.
Una tarde de otoño, mientras barría las hojas del patio, me encontré llorando sin saber por qué. Me senté en el escalón y miré al cielo gris. ¿Qué había hecho con mi vida? ¿Dónde estaba la Carmen que soñaba con ser maestra o viajar a Granada? ¿Por qué nadie me preguntó nunca qué quería yo?
—¿Estás bien? —me preguntó Antonio desde la puerta.
—Sí —mentí—. Solo estoy cansada.
Pero no era cansancio. Era tristeza. Era rabia contenida por todos los años dedicados a los demás sin pensar en mí misma ni un solo día.
Empecé a salir a caminar por el campo al amanecer. Al principio solo para despejarme, pero pronto descubrí que esos paseos eran lo único que me hacía sentir viva. Un día me crucé con Teresa, una mujer del pueblo que siempre me pareció demasiado moderna para nuestra gente. Llevaba auriculares y cantaba bajito una canción de Sabina.
—¿Te animas a venir mañana al taller de pintura? —me preguntó sin rodeos.
—¿Yo? No sé pintar ni una casa —respondí riendo nerviosa.
—Da igual. Ven y prueba.
Esa noche no dormí pensando en la invitación. Al final fui. Y por primera vez en décadas sentí algo parecido a la ilusión. El olor a óleo, las risas de las otras mujeres, el café compartido después… Era como si hubiera entrado en otro mundo.
Poco a poco empecé a hablar más con Teresa y las demás. Descubrí que muchas sentían lo mismo que yo: una mezcla de gratitud y resentimiento hacia sus familias, una soledad callada que nadie se atrevía a nombrar. Compartimos historias de hijos ingratos, maridos ausentes y sueños postergados.
Una tarde, después del taller, Teresa me invitó a su casa. Me enseñó fotos de sus viajes por Andalucía y Galicia.
—¿Nunca has salido del pueblo? —me preguntó sorprendida.
—Nunca he tenido tiempo ni dinero —admití avergonzada.
—Eso hay que arreglarlo —dijo sonriendo.
Esa frase se me quedó grabada. Por primera vez pensé que quizá aún estaba a tiempo de hacer algo solo para mí.
Pero entonces llegó la llamada de Marcos: su mujer le había dejado y necesitaba volver a casa con su hija pequeña. De golpe, la rutina volvió como una ola fría: preparar habitaciones, cocinar para tres otra vez, consolar a un hijo adulto roto por dentro.
Antonio apenas reaccionó; seguía encerrado en su mundo silencioso. Yo sentí cómo mi breve libertad se desvanecía entre pañales y cenas infantiles.
Una noche discutí con Marcos:
—Mamá, ¿por qué estás tan rara últimamente?
—Porque siento que mi vida no me pertenece —le solté sin pensar.
—Siempre has estado para nosotros…
—Y ahora quiero estar para mí —dije llorando.
Marcos no entendió nada. Se encerró en su cuarto dando un portazo. Yo me quedé sentada en la cocina mirando mis manos arrugadas sobre el mantel de cuadros.
¿Es egoísta querer algo solo para mí después de tantos años? ¿O es simplemente justo?
Ahora escribo esto mientras escucho reír a mi nieta en el salón. La quiero con locura, pero no puedo evitar sentirme prisionera otra vez de una vida que no elegí del todo.
¿De verdad las mujeres solo servimos para cuidar de los demás? ¿Cuándo llega nuestro turno?
¿Alguien más siente este vacío disfrazado de amor?