El eco de un adiós: La Navidad que nunca llegó
—¡Mamá, no te olvides de la ensaladilla!— gritó Lucía desde el salón, mientras yo removía el caldo en la cocina. Su voz, aunque dulce, siempre me recordaba a mi hijo. A veces, incluso me parecía escucharle a él en sus palabras, como si el eco de su risa se colara entre los azulejos fríos de nuestra casa en Salamanca.
Era 24 de diciembre y la mesa debía estar perfecta. Pero al abrir la nevera, el vacío del estante superior me devolvió a la realidad: no quedaba mayonesa. Ni para la ensaladilla rusa, ni para la salsa de ajo que tanto le gustaba a Sergio. Sentí un nudo en el estómago. No era sólo la falta de un ingrediente; era la ausencia de todo lo que antes llenaba mi vida.
Cogí el abrigo y salí corriendo al supermercado del barrio. El aire helado me cortó la cara y, por un instante, sentí que el frío venía de dentro. Al llegar, las estanterías estaban casi vacías. Una señora mayor forcejeaba con otra por el último bote de mayonesa. Me quedé mirando la escena, paralizada. ¿Hasta dónde puede llegar una madre por mantener viva una tradición?
—¿Te encuentras bien?— preguntó una voz detrás de mí. Era Carmen, mi vecina de toda la vida.
—No hay mayonesa— respondí con una sonrisa triste.
—Siempre puedes hacerla tú misma. Como hacían nuestras madres— me dijo, dándome una palmadita en el hombro.
Volví a casa con los brazos vacíos y el corazón aún más pesado. Lucía estaba sentada en el sofá, mirando fotos antiguas de Sergio en su móvil. Cuando me vio entrar, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Te acuerdas de esta?— me mostró una foto de Sergio disfrazado de Papá Noel, con esa sonrisa suya que iluminaba cualquier habitación.
Me senté a su lado y, por primera vez en mucho tiempo, lloramos juntas. No como suegra y nuera, sino como dos mujeres rotas por la misma pérdida.
—A veces siento que no puedo más— susurró Lucía.— Que todo esto es demasiado grande para mí.
—Yo también— le respondí.— Pero si tú caes, yo caigo contigo. Y si tú te levantas, yo también lo haré.
La Navidad siempre había sido la fiesta favorita de Sergio. Él era quien ponía las luces, quien cantaba villancicos desafinados y quien insistía en que todos brindáramos por las cosas buenas y las malas. Ahora, cada adorno era un recordatorio de su ausencia.
Esa noche, mientras preparábamos juntas una mayonesa casera —con huevos frescos y aceite de oliva virgen extra— sentí que algo cambiaba entre nosotras. No era sólo la receta lo que compartíamos; era el dolor, la memoria y la esperanza de reconstruir algo nuevo sobre las ruinas del pasado.
Pero no todo era tan sencillo. Mi hija Marta llegó tarde y con mala cara. Desde que Sergio murió, apenas hablábamos. Ella siempre había sentido que yo prefería a su hermano, y ahora esa herida sangraba más que nunca.
—¿Otra vez Lucía aquí?— murmuró al entrar.— Parece que sólo te importa ella.
—Marta, por favor…— intenté acercarme.
—No me toques. Siempre fue así. Siempre fuiste su madre antes que la mía.
Lucía bajó la cabeza y yo sentí cómo se me partía el alma en dos. ¿Cómo podía cuidar del dolor ajeno si ni siquiera sabía cómo curar el mío?
La cena fue un desfile de silencios incómodos y miradas esquivas. Solo cuando brindamos por Sergio —todos con lágrimas en los ojos— sentí que, por un instante, estábamos juntos otra vez.
Después de cenar, Marta se encerró en su habitación y Lucía recogió los platos sin decir palabra. Me quedé sola en la cocina, mirando el reflejo de mi rostro cansado en la ventana. Afuera nevaba suavemente sobre los tejados rojos del barrio.
Recordé entonces las palabras de mi madre: «La familia no es sólo sangre; es quien te sostiene cuando todo se derrumba». Quizá por eso me aferraba tanto a Lucía; porque en ella veía una parte de Sergio que aún podía salvarse.
Al día siguiente, Marta se acercó a mí mientras preparaba café.
—Mamá… perdona lo de anoche.— Su voz temblaba.— Es solo que… echo tanto de menos a Sergio que no sé cómo seguir adelante.
La abracé fuerte, sintiendo cómo nuestras lágrimas se mezclaban sobre mi jersey viejo.
—Nadie nos enseñó a vivir sin él— le susurré.— Pero podemos aprender juntas.
Esa tarde salimos las tres a pasear por la Plaza Mayor, como hacíamos cuando los niños eran pequeños. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que había esperanza. Que quizá nunca volveríamos a ser las mismas, pero sí podíamos ser algo nuevo: una familia distinta, marcada por la ausencia pero unida por el amor.
Ahora escribo estas líneas mientras escucho a Lucía y Marta reírse en el salón. El dolor sigue ahí, pero también la certeza de que no estamos solas.
¿Es posible reconstruir una familia después de perderlo todo? ¿O solo aprendemos a vivir con las grietas? Me gustaría saber qué pensáis vosotros.