La noche en que mi hermana llamó a mi puerta
—¡Por favor, Marta, ábrenos! —La voz de Lucía, rota por el llanto, atravesó la puerta como un cuchillo. Eran casi las once de la noche y la tormenta arreciaba sobre Madrid. Me asomé por la mirilla y vi a mi hermana empapada, abrazando a sus dos hijos pequeños. Sus ojos suplicaban ayuda.
Mi corazón latía con fuerza. Sergio, mi marido, apareció detrás de mí, con el ceño fruncido.
—¿Quién es? —preguntó, aunque ya lo sabía.
—Es Lucía… Está con los niños. Dice que necesita entrar —susurré, temblando.
Sergio negó con la cabeza, seco, tajante.
—No. Aquí no. Bastante tenemos con lo nuestro. No quiero líos —sentenció.
Me quedé paralizada. Lucía volvió a golpear la puerta, más fuerte esta vez.
—¡Marta! ¡Por favor! No tengo a dónde ir. Él… él me ha echado de casa —sollozó.
Miré a Sergio, buscando en sus ojos alguna señal de compasión. Pero solo encontré dureza.
—Si abres esa puerta, te vas tú también —me dijo en voz baja.
Sentí un nudo en la garganta. Mi hermana y yo siempre habíamos sido inseparables. De niñas compartíamos secretos bajo las sábanas y soñábamos con una vida mejor lejos del barrio obrero donde crecimos. Pero ahora, adulta, casada y madre, me sentía prisionera de mis propias decisiones.
—Marta, por favor… —insistió Lucía desde fuera.
Me acerqué a la puerta y apoyé la frente contra la madera fría.
—Lo siento… No puedo… —susurré apenas audible.
El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Oí cómo Lucía se alejaba arrastrando a los niños bajo la lluvia. Cerré los ojos y sentí que algo dentro de mí se rompía.
Esa noche no dormí. Sergio roncaba a mi lado como si nada hubiera pasado. Yo repasaba una y otra vez la escena en mi cabeza. ¿Cómo podía haberle dado la espalda a mi propia sangre? ¿Qué clase de persona era?
A la mañana siguiente, llamé al móvil de Lucía. No contestó. Intenté con su amiga Ana, pero tampoco sabía nada. Fui al colegio de los niños: no habían ido a clase. El miedo me atenazó el pecho.
Durante días viví en una angustia constante. Sergio evitaba el tema; cada vez que intentaba hablarlo, cambiaba de conversación o se enfadaba.
—No es nuestra responsabilidad —decía—. Si su marido la ha echado, que lo arreglen entre ellos.
Pero yo sabía que Lucía sufría desde hacía años. Su marido, Julián, era un hombre violento y controlador. Muchas veces me había llamado llorando, pero nunca se había atrevido a dar el paso de marcharse… hasta esa noche.
Una tarde recibí una llamada del hospital La Paz. Lucía estaba allí con los niños; habían pasado dos noches en un cajero automático hasta que una vecina les encontró y avisó a los servicios sociales.
Corrí al hospital sin decirle nada a Sergio. Cuando vi a Lucía tumbada en la camilla, ojerosa y demacrada, me eché a llorar.
—Perdóname… —balbuceé—. No supe qué hacer…
Lucía me miró con una mezcla de tristeza y resignación.
—No te culpo, Marta. Sé cómo es Sergio. Pero duele… Duele mucho —me dijo con voz apagada.
Los niños dormían abrazados en una silla. Les compré zumos y galletas de la máquina del pasillo. Me senté junto a Lucía y le cogí la mano.
—Voy a ayudarte —prometí—. Buscaré un piso para ti y los niños. Hablaré con mamá… Con quien haga falta.
Lucía asintió sin mucha convicción. Sabía que las palabras no bastaban para reparar lo que había pasado.
Esa noche volví a casa sintiéndome traidora y cobarde. Cuando le conté a Sergio lo ocurrido, se enfadó aún más.
—¿Ahora vas a meterte en líos? ¿Vas a traer problemas aquí? Piensa en nuestra hija —me gritó.
Pero algo dentro de mí había cambiado. Por primera vez sentí rabia hacia él, hacia su egoísmo y su miedo al qué dirán. Pensé en todas las veces que había callado para evitar discusiones; en cómo poco a poco me había ido aislando de mi familia y mis amigas por complacerle.
Pasaron semanas difíciles. Ayudé a Lucía a conseguir una plaza en una residencia temporal para mujeres maltratadas. Los niños volvieron al colegio poco a poco; Lucía empezó terapia psicológica. Yo iba a verles siempre que podía, aunque Sergio protestaba cada vez más.
Una tarde, mientras jugaba con mis sobrinos en el parque, Lucía me miró fijamente:
—¿Tú eres feliz con Sergio? —me preguntó de repente.
Me quedé sin palabras. Nunca me había atrevido a formularme esa pregunta en voz alta.
—No lo sé… —admití finalmente—. A veces siento que vivo en una jaula dorada.
Lucía sonrió tristemente.
—No esperes a que sea demasiado tarde para salir —me advirtió—. Yo también pensé que aguantar era lo mejor para mis hijos… Y mira cómo hemos acabado.
Aquella noche volví a casa y miré a Sergio como si le viera por primera vez: un hombre autoritario, incapaz de empatizar con el dolor ajeno, obsesionado con mantener las apariencias ante los vecinos y su familia.
Empecé a ahorrar dinero en secreto y retomé contacto con viejas amigas. Poco a poco fui recuperando mi voz y mi independencia. No fue fácil; hubo discusiones, lágrimas y noches sin dormir. Pero ya no podía mirar hacia otro lado.
Hoy escribo esto desde el pequeño piso donde vivo con mi hija tras separarme de Sergio. Lucía y yo hemos vuelto a ser hermanas; juntas hemos aprendido que la familia no siempre es sinónimo de apoyo incondicional, pero sí de segundas oportunidades.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres callan por miedo? ¿Cuántas Martas hay en España hoy mismo, atrapadas entre el deber y el miedo? ¿Y tú? ¿Qué habrías hecho aquella noche si tu hermana llamara desesperada a tu puerta?