Cuando el Huracán se Llama Julián: La Historia de Mariana
—¡Mariana, abre la puerta! —la voz de Julián retumbó en la madrugada, tan fuerte que sentí cómo vibraban los vidrios de la ventana. Mi corazón latía desbocado, como si quisiera escapar de mi pecho. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina y yo, temblando, apreté la manta contra mi cuerpo. Sabía que si no abría, él seguiría gritando hasta despertar a toda la vecindad.
No era la primera vez. Desde que Julián llegó a mi vida, todo había cambiado. Antes, mi mundo era sencillo: las tardes ayudando a mi mamá en el puesto de tamales en el mercado de San Juan, las risas con mi hermana Lucía mientras lavábamos ropa en el patio, y los domingos de misa en la parroquia del barrio. Pero Julián… él era diferente. Tenía esa mirada intensa, esa sonrisa que parecía prometerlo todo y una voz grave que me hacía sentir importante, vista. Me enamoré como se enamoran las muchachas en las novelas: rápido y sin mirar atrás.
Al principio, todo era pasión. Julián me esperaba a la salida del trabajo con flores robadas del parque y promesas de un futuro mejor. “Tú y yo vamos a salir de aquí, Mariana”, me decía, apretando mi mano con fuerza. Yo le creí. Quise creerle porque estaba cansada de la rutina, de la pobreza, de sentirme invisible.
Pero pronto su fuerza se volvió otra cosa. Empezó a decidir con quién podía hablar y con quién no. “Ese tal Ernesto te mira demasiado”, me decía con los ojos encendidos. Una vez, Lucía me preguntó si estaba bien y Julián se puso furioso: “No quiero que te metas en lo nuestro”, le gritó. Mi hermana me miró con tristeza y yo bajé la cabeza, avergonzada.
Las peleas se hicieron más frecuentes. Una noche, después de una discusión por un mensaje en mi celular, Julián rompió mi teléfono contra la pared. “¿Por qué me haces esto? ¿Por qué no entiendes que sólo quiero protegerte?”, lloró él, y yo lo abracé sintiéndome culpable por hacerlo enojar.
Mi mamá empezó a notar los moretones en mis brazos. “¿Qué te pasa, hija?”, preguntaba mientras me servía café. Yo mentía: “Me caí en el mercado”. Ella suspiraba hondo y me acariciaba el cabello como cuando era niña.
Una tarde, mientras vendíamos tamales, Lucía se acercó y me susurró: “No tienes que aguantar esto, Mariana. No es amor”. Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle que yo también tenía miedo? Miedo a estar sola, miedo a que Julián cumpliera sus amenazas de irse para siempre o peor aún, miedo a lo que podría hacer si lo dejaba.
El barrio empezó a murmurar. Las vecinas me miraban con lástima o con juicio. “Pobre Mariana, tan bonita y tan tonta”, decían algunas. Otras sólo bajaban la mirada cuando pasaba con Julián tomado del brazo.
Una noche, después de una fiesta patronal, Julián llegó borracho y furioso porque bailé con mis primas. Me gritó frente a todos: “¡Eres una cualquiera!”. Sentí cómo se me partía el alma. Mi papá quiso intervenir pero Julián lo empujó. Esa noche dormí en casa de Lucía, llorando hasta quedarme sin lágrimas.
Al día siguiente, Julián vino arrepentido, con flores marchitas y palabras dulces: “Perdóname, Mariana. Es que te amo tanto que me vuelvo loco”. Yo quería creerle, pero algo dentro de mí se había roto.
Pasaron los meses y la tormenta no cesaba. Un día encontré a Julián revisando mis cosas; había leído mi diario y sabía todo lo que pensaba. “No puedes esconderme nada”, dijo sonriendo. Sentí miedo verdadero por primera vez.
Fue Lucía quien me salvó. Una tarde llegó con una maleta y me dijo: “Vámonos, hermana. No tienes que quedarte aquí”. Dudé mucho tiempo antes de decidirme. Pero cuando vi a mi mamá llorando en silencio por las noches y sentí el vacío en mi pecho cada vez más grande, supe que tenía que irme.
Esa noche escapamos por la puerta trasera mientras Julián dormía borracho en la sala. Caminamos hasta la terminal de autobuses y tomamos el primer camión a Puebla. Durante el viaje lloré en silencio, sintiendo culpa y alivio al mismo tiempo.
En casa de una tía lejana encontré refugio. Empecé a trabajar en una panadería y poco a poco fui recuperando mi voz. Al principio tenía miedo de salir sola o contestar el teléfono, pero con el tiempo aprendí a confiar otra vez.
Julián me buscó durante meses; mandaba mensajes amenazantes y le rogaba a mi mamá que le dijera dónde estaba. Pero yo ya no era la misma Mariana asustada de antes.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven atrapadas en amores que duelen? ¿Cuántas callan por miedo o vergüenza? Yo sobreviví gracias al amor de mi familia y al valor de decir basta.
A veces me despierto sudando frío al recordar su voz gritando mi nombre en la madrugada. Pero respiro hondo y me repito: «Ya no soy esa mujer».
¿Hasta cuándo vamos a confundir el amor con el control? ¿Cuántas Marianitas más tendrán que escapar para volver a ser libres?