La herencia estéril: entre la tierra y la sangre
—¡Tú sabías perfectamente que esa parcela no vale nada! —gritó Lucía, su voz temblando entre la rabia y el llanto, mientras sus manos se aferraban a la verja oxidada del huerto comunitario de nuestro barrio en Vallecas.
El sol caía a plomo sobre las hileras de tomates resecos y matas de pimientos mustios. Yo, con la azada aún en la mano, sentí cómo el sudor me resbalaba por la frente, mezclándose con el peso invisible de la culpa. No respondí enseguida. Miré la tierra bajo mis pies, la misma tierra que mamá había trabajado durante años, y recordé sus palabras: “La tierra es como la familia, hija. Hay que cuidarla aunque a veces no dé frutos”.
Pero ahora Lucía me miraba como si yo fuera una extraña. Como si el hecho de que mi parcela estuviera llena de calabacines y flores de caléndula fuera una traición.
—No es culpa mía que tu parcela no dé nada —dije al fin, intentando mantener la calma—. Mamá nos dejó lo que pudo. No podemos cambiarlo ahora.
Lucía soltó una carcajada amarga.
—¡Claro! Porque tú siempre has sido la favorita. Siempre te llevabas lo mejor: el trozo más grande de tortilla, los libros nuevos, hasta el cariño de mamá. Y ahora esto…
Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que salían esos reproches, pero nunca habían dolido tanto. Miré alrededor: otras vecinas regaban sus plantas, fingiendo no escuchar, pero yo sabía que en cuanto nos diéramos la vuelta, los murmullos empezarían.
—No digas tonterías, Lucía. Sabes que mamá te quería igual que a mí.
Ella negó con la cabeza, los ojos brillando de lágrimas.
—¿Por qué no cambiamos las parcelas? Solo por este año. Dame una oportunidad…
Me mordí el labio. Sabía lo que significaba para ella: después del divorcio y de perder su trabajo en la tienda del barrio, el huerto era lo único que le quedaba para sentirse útil. Pero también era lo único que me quedaba a mí. Yo había dejado mi piso en Lavapiés para volver a casa y cuidar de mamá durante su enfermedad. Había pasado noches enteras regando esa tierra, arrancando malas hierbas mientras escuchaba su respiración entrecortada desde la ventana.
—No puedo, Lucía. Lo siento —susurré.
Ella me miró con una mezcla de odio y desesperación.
—¿Sabes qué? Quédate con tu parcela fértil y tu conciencia tranquila. Pero no vuelvas a decirme que somos familia.
Se marchó dando un portazo a la verja, dejando tras de sí un silencio espeso. Me quedé sola entre las plantas, sintiendo cómo el aire se volvía irrespirable.
Esa noche apenas dormí. Los recuerdos me asaltaban: Lucía y yo jugando entre las tomateras cuando éramos niñas; mamá enseñándonos a distinguir las semillas; las tardes de verano compartiendo gazpacho bajo el parral. ¿En qué momento se había roto todo?
Al día siguiente, fui al mercado a comprar abono. La frutera, Carmen, me saludó con una sonrisa forzada.
—¿Qué tal tu hermana? —preguntó, bajando la voz.
—Bien… —mentí—. Solo está un poco estresada.
Carmen asintió, pero vi en sus ojos el juicio silencioso. En el barrio todos sabían lo nuestro antes incluso de que ocurriera.
Volví al huerto y me arrodillé junto a mis plantas. Enterré las manos en la tierra húmeda, buscando respuestas donde solo había raíces y piedras. ¿Era justo quedarme con lo mejor? ¿O simplemente estaba defendiendo lo poco que me quedaba?
Esa tarde recibí un mensaje de mi tía Rosario: “Lucía está muy mal. No quiere hablar con nadie”.
Me sentí tentada de cederle mi parcela, pero algo dentro de mí se resistía. ¿Por qué siempre tenía que ser yo quien cediera? ¿Por qué nadie veía todo lo que había sacrificado?
Pasaron los días y Lucía dejó de ir al huerto. Su parcela se llenó de malas hierbas y basura. Un día encontré una nota pegada a mi puerta: “Espero que te valga la pena”.
El barrio empezó a hablar más alto. Algunos decían que yo era egoísta; otros que Lucía siempre había sido una víctima profesional. Yo solo sentía un vacío cada vez mayor.
Una tarde, mientras recogía tomates maduros, vi a Lucía al otro lado de la verja. Tenía el pelo recogido en un moño desordenado y los ojos hinchados.
—¿Puedo pasar? —preguntó en voz baja.
Asentí sin decir palabra. Caminó hasta mi lado y se agachó junto a mí.
—He pensado mucho —dijo—. Quizá tienes razón. Quizá no es solo cuestión de tierra… sino de todo lo que hemos perdido.
No supe qué responder. Nos quedamos en silencio, escuchando el zumbido lejano del tráfico y el canto de los gorriones.
—¿Crees que mamá estaría orgullosa de nosotras? —preguntó Lucía al fin.
Sentí las lágrimas resbalar por mis mejillas mientras negaba con la cabeza.
—No lo sé… Pero sé que no querría vernos así.
Nos abrazamos torpemente entre las matas de calabacines, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que quizá aún quedaba algo por salvar.
Ahora, cada vez que paso por el huerto y veo las dos parcelas —una fértil y otra aún baldía— me pregunto: ¿vale más una tierra fértil o una familia unida? ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar por lo que creemos merecer? ¿Y vosotros… habéis tenido alguna vez que elegir entre lo justo y lo necesario?