Te veo en cinco años: La promesa rota de un hombre que lo dejó todo

—¿Así te vas, Julián? ¿Sin mirar atrás? —grité desde el umbral de la casa, la lluvia empapando mi bata y mis lágrimas mezclándose con el agua sucia que corría por la calle de tierra. Julián no volteó. Subió al taxi con esa maleta vieja, la misma con la que llegamos a Buenos Aires desde Tucumán hace quince años, cuando todo era promesas y sueños. Cerró la puerta y, antes de que el auto arrancara, bajó la ventanilla solo para decirme: —Te juro, Lucía, en cinco años vuelvo. Vas a ver. Cuando todo esté mejor.

Cinco años. ¿Qué se supone que hace una mujer con esa promesa? Me quedé en la puerta, temblando, mientras mis hijos, Camila y Tomás, me miraban desde el comedor con los ojos grandes y asustados. Tenían ocho y seis años. No entendían nada. Yo tampoco. Solo sabía que Julián se iba con esa mujer joven del barrio de Flores, la que siempre me miraba con lástima en la panadería.

La primera noche fue un infierno. Mi suegra llamó para decirme que seguro yo tenía la culpa, que las mujeres modernas no saben cuidar a sus maridos. Mi mamá lloró conmigo por teléfono desde Tucumán, pero no podía venir; mi papá estaba enfermo y ella tenía que cuidarlo. Me sentí más sola que nunca.

Los días siguientes fueron una lucha constante. El alquiler se vencía y yo solo tenía mi trabajo de costurera en casa. Los clientes empezaron a escasear porque la gente hablaba; en el barrio nadie perdona a una mujer abandonada. Camila dejó de hablarme por semanas, encerrada en su cuarto con sus muñecas rotas. Tomás empezó a mojar la cama otra vez.

Una tarde, mientras remendaba un pantalón viejo para una vecina, escuché a Camila gritar desde la calle:
—¡Mamá! ¡Tomás se peleó en la escuela!
Salí corriendo y lo encontré con la cara llena de tierra y los ojos hinchados de llorar. Unos chicos le habían dicho que su papá se fue porque yo era mala madre. Lo abracé fuerte y le prometí que todo iba a estar bien, aunque no sabía cómo.

Pasaron los meses y aprendí a sobrevivir. Vendía empanadas los fines de semana y lavaba ropa ajena para juntar unos pesos más. A veces, cuando los chicos dormían, me sentaba en la cocina y le escribía cartas a Julián que nunca envié. Le contaba del primer diente que perdió Tomás o del premio de dibujo que ganó Camila en la escuela. Pero él nunca llamó, nunca escribió.

Un día, después de tres años de ausencia total, recibí una carta con matasellos de Rosario. Era de Julián. Decía que estaba bien, que pensaba en nosotros y que pronto mandaría dinero. No llegó nada. Solo palabras vacías.

La familia de Julián me dio la espalda por completo. Su hermana dejó de invitar a los chicos a los cumpleaños y su madre cruzaba la vereda cuando me veía en el mercado. En el barrio todos sabían mi historia; algunos me miraban con compasión, otros con desprecio.

Pero yo seguí adelante. Camila empezó a ayudarme con las empanadas y Tomás aprendió a leer solo porque yo no tenía tiempo para sentarme con él todas las noches. Nos hicimos fuertes juntos, aunque cada tanto los veía mirar la puerta como esperando un milagro.

El tiempo pasó lento pero seguro. Cuando se cumplieron cinco años exactos desde aquella noche de lluvia, ya no esperaba nada. Había aprendido a vivir sin Julián, aunque todavía dolía.

Esa tarde, mientras preparaba la cena, escuché un golpe en la puerta. Abrí y ahí estaba él: más flaco, más viejo, con la misma maleta gastada y los ojos llenos de culpa.
—Hola, Lucía —dijo apenas—. ¿Puedo pasar?
Me quedé helada. Los chicos salieron corriendo al escuchar su voz; Camila se detuvo en seco al verlo y Tomás se escondió detrás mío.
—¿Por qué volviste? —le pregunté sin rodeos.
—Te lo prometí —respondió—. Dije que volvería en cinco años.

Entró despacio, como si tuviera miedo de romper algo invisible entre nosotros. Se sentó en la mesa donde tantas veces comimos juntos y miró a los chicos como si fueran extraños.
—Perdón —susurró—. No supe lo que hacía.

Camila lo miró fijo:
—¿Y ahora qué? ¿Vas a quedarte o te vas a ir otra vez?
Julián bajó la cabeza y no respondió.

Esa noche no dormí. Me quedé sentada en la cocina pensando en todo lo que había pasado: las noches sin luz porque no podía pagar la boleta, las veces que tuve que pedir fiado en el almacén, las lágrimas escondidas para que los chicos no me vieran débil.

Al día siguiente, Julián intentó acercarse a Tomás llevándolo al parque, pero el nene no le habló ni una palabra. Camila apenas lo miraba. Yo lo observaba desde lejos, preguntándome si era posible perdonar tanto dolor.

Pasaron semanas así: Julián buscando su lugar en una casa que ya no era suya. Trajo algo de dinero pero no alcanzaba para tapar los agujeros del pasado. Intentó hablarme de sus arrepentimientos y de cómo todo había salido mal con esa mujer joven; ella lo dejó cuando se quedó sin trabajo y sin plata.

Una noche me senté frente a él y le dije:
—No sé si puedo perdonarte, Julián. No sé si quiero volver a ser esa mujer que espera sentada mientras vos buscás tu felicidad afuera.
Él lloró por primera vez desde que volvió:
—Solo quiero estar con ustedes otra vez.

Pero ya no éramos los mismos. Los chicos habían crecido sin él; yo había aprendido a ser fuerte sola. El amor no basta cuando el daño es tan grande.

Al final, Julián se quedó un tiempo más pero supo que su lugar ya no estaba aquí. Se fue una mañana temprano, dejando una carta para cada uno de nosotros.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía en este país? ¿Cuántas promesas rotas quedan flotando en las calles de nuestros barrios?

A veces me pregunto si hice bien en dejarlo ir otra vez o si debí darle otra oportunidad por el bien de mis hijos. Pero también pienso: ¿cuánto vale mi dignidad después de todo lo vivido?

¿Y ustedes? ¿Perdonarían una traición así? ¿O aprenderían a vivir con el corazón remendado como yo?