Cuando Nuestras Madres Se Hicieron Amigas: El Café Donde Todo Cambió
—¿Pero cómo que os casáis en dos meses? —La voz de mi madre, Carmen, retumbó en la pequeña cafetería de Lavapiés, haciendo que hasta el camarero levantara la vista de la cafetera.
Mi novio, Diego, me apretó la mano bajo la mesa. Su madre, Mercedes, se llevó la mano al pecho con teatralidad, como si acabara de escuchar que nos íbamos a fugar a Las Vegas. Yo sentí que el aire se volvía denso, casi irrespirable.
—Mamá, es lo que queremos. No necesitamos una boda grande ni meses de preparativos —intenté explicar, pero Carmen ya había girado la cabeza hacia Mercedes, buscando complicidad.
—¿Tú sabías algo de esto? —le preguntó mi madre a la suya.
Mercedes negó con la cabeza, pero sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y emoción contenida.
—No, pero… ¡qué alegría! Aunque… ¿tan deprisa? ¿Y la familia? ¿Y los amigos? —Mercedes empezó a enumerar nombres: tías, primos, los del pueblo de Segovia, los compañeros del club de lectura.
Diego y yo nos miramos. Habíamos planeado algo sencillo: una ceremonia civil en el ayuntamiento y una comida con los más cercanos. Pero en cuestión de minutos, nuestras madres ya estaban haciendo listas mentales de invitados y discutiendo sobre menús.
—Mira, Carmen, yo conozco a un fotógrafo buenísimo. Hizo la boda de mi sobrina Lucía y las fotos quedaron preciosas —dijo Mercedes.
—¿Y qué me dices del vestido? Mi prima Inés tiene una boutique en Salamanca. Seguro que te hace precio —añadió mi madre, como si yo no estuviera presente.
Sentí cómo mi voz se ahogaba entre sus planes. Diego intentó intervenir:
—Mamá, Carmen… De verdad, queremos algo pequeño. No hace falta tanto lío.
Pero era como hablarle al viento. Las dos seguían intercambiando ideas, cada vez más animadas. De repente, ya no éramos los protagonistas de nuestra propia historia. Éramos figurantes en el gran espectáculo de sus expectativas y sueños no cumplidos.
La conversación derivó en recuerdos de sus propias bodas. Carmen relató cómo su suegra criticó el menú del banquete durante años. Mercedes confesó entre risas que su marido llegó tarde a la iglesia porque se perdió en el metro. Entre anécdotas y carcajadas, sentí que algo se me escapaba de las manos.
—¿Y si alquilamos un autobús para llevar a todos desde Madrid al pueblo? Así nadie tiene que conducir —propuso Mercedes.
—¡Eso! Y podríamos hacer una paella gigante en la plaza. ¡Como en las fiestas de San Isidro! —añadió mi madre, entusiasmada.
Diego me miró con resignación. Yo sentía una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué era tan difícil que nos escucharan? ¿Por qué nuestras madres necesitaban apropiarse de nuestro momento?
Salimos del café con una lista interminable de tareas y la sensación de haber perdido el control. Esa noche discutimos por primera vez en meses.
—¿Y si lo dejamos estar? —me preguntó Diego en voz baja—. ¿Y si esperamos un poco?
Me dolió escucharlo. Pero también entendía su cansancio. Las semanas siguientes fueron un torbellino: llamadas diarias, mensajes con fotos de vestidos y menús, discusiones sobre el lugar y la fecha. Mi padre, Antonio, intentaba mediar sin éxito; el padre de Diego, Julián, se limitaba a asentir y a refugiarse en el Marca.
Un domingo por la tarde, exploté:
—¡No quiero una boda para vosotras! ¡Quiero casarme con Diego, no cumplir vuestras fantasías!
Mi madre me miró como si le hubiera dado una bofetada.
—Solo queremos lo mejor para ti…
—¿Y si lo mejor para mí es algo distinto a lo que tú soñaste?
Se hizo un silencio incómodo. Mercedes intentó suavizarlo:
—Quizá nos hemos pasado un poco…
Pero ya era tarde. La herida estaba abierta. Durante días apenas hablamos. Diego y yo nos planteamos irnos solos al juzgado y decírselo después. Pero algo me frenaba: el miedo a decepcionarles, a romper ese vínculo tan español entre madres e hijas donde todo se comparte… incluso lo que no debería compartirse.
Al final, decidimos hacer una pequeña ceremonia solo con nuestros padres y hermanos. Nada más. Nuestras madres aceptaron a regañadientes. El día de la boda llovía a cántaros; Mercedes lloraba sin parar y Carmen no paraba de ajustar mi velo.
Cuando salimos del ayuntamiento, Diego me susurró:
—Al menos ahora somos nosotros los que mandamos.
Miré a nuestras madres abrazadas bajo un paraguas y sentí ternura y rabia al mismo tiempo. ¿Es posible casarse en España sin que las familias lo conviertan todo en un drama?
A veces me pregunto si algún día podré tomar decisiones importantes sin sentirme culpable por no cumplir las expectativas ajenas. ¿Vosotros también sentís ese peso cuando intentáis ser felices a vuestra manera?