El Fuego Que No Quise Apagar: Entre el Orgullo y el Perdón

—¡No vuelvas a hablarme así, papá! —grité, con la voz quebrada por la rabia y el dolor, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en las afueras de Medellín. Mi padre, don Ramiro, me miró con esos ojos duros que solo se suavizaban cuando hablaba de mamá. Pero esa noche, ni la memoria de ella pudo apagar el incendio entre nosotros.

—¿Y tú quién te crees para faltarme al respeto en mi propia casa, Camilo? —me respondió, su voz retumbando como un trueno. Sentí que algo se rompía entre nosotros, algo que no supe cómo reparar.

Esa discusión fue el punto de quiebre. Yo tenía diecisiete años y creía saberlo todo. Mi padre, viudo desde hacía tres años, se había vuelto más rígido, más exigente. Yo solo quería libertad, pero él veía en cada uno de mis pasos una amenaza a su autoridad. Esa noche, salí corriendo bajo la lluvia, sin rumbo, con el corazón ardiendo y los ojos llenos de lágrimas.

Me refugié en casa de mi mejor amigo, Julián. Su mamá me preparó un café y me dejó quedarme en el sofá. Julián intentó animarme:

—Parce, los papás son así. Pero uno no puede dejar que el orgullo lo consuma.

No le hice caso. El orgullo era mi escudo y mi condena. Pasaron semanas sin hablar con mi padre. En casa, el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mi hermana menor, Valentina, intentaba mediar:

—Camilo, papi está sufriendo también. ¿Por qué no hablas con él?

—No es tan fácil, Vale. Él nunca escucha —le respondía, aunque en el fondo sabía que yo tampoco quería escuchar.

El tiempo pasó y la distancia creció. Terminé el colegio y conseguí trabajo en una tienda del barrio. Mi padre seguía allí, pero éramos dos extraños bajo el mismo techo. A veces lo veía sentado en la mecedora de la sala, mirando una foto vieja de mamá y suspirando profundo. Pero yo no me atrevía a acercarme.

Un día, mientras ayudaba a descargar mercancía en la tienda, un cliente mayor me miró fijamente y me dijo:

—Joven, ¿sabe usted cuál es la verdadera lucha del hombre?

Me encogí de hombros.

—Dentro de cada uno hay dos fuegos —continuó—: uno es el fuego del odio y el orgullo; el otro es el del amor y el perdón. ¿Sabe cuál gana?

Negué con la cabeza.

—El que usted decida alimentar.

Me reí por dentro. Pensé que era otra de esas historias de viejos. Pero esa noche, mientras intentaba dormir, las palabras del hombre resonaban en mi mente.

Pasaron los años y la vida siguió su curso. Valentina se fue a estudiar a Bogotá y yo seguí trabajando para ayudar en casa. Mi padre envejecía rápido; sus manos temblaban y su voz ya no era tan fuerte. Pero nuestro muro seguía intacto.

Hasta que una tarde recibí una llamada de Valentina:

—Camilo, papi está en el hospital. Le dio un infarto.

Sentí que el mundo se me venía abajo. Corrí al hospital y lo encontré conectado a máquinas, pálido y frágil como nunca antes lo había visto. Me senté a su lado y tomé su mano por primera vez en años.

—Perdóname, hijo —susurró con dificultad—. No supe cómo ser padre después de que tu mamá se fue…

Las lágrimas me ahogaron.

—No tienes que pedir perdón, papá… Yo también fui terco…

En ese momento entendí lo que el viejo de la tienda quiso decirme: había alimentado el fuego equivocado durante demasiado tiempo.

Mi padre salió del hospital unos días después, pero ya nada era igual. Empezamos a hablar poco a poco, a sanar heridas viejas con palabras nuevas. Descubrí que detrás de su dureza había miedo; miedo a perderme como perdió a mamá.

Un domingo cualquiera, mientras tomábamos café en el patio, me miró y dijo:

—Camilo, nunca es tarde para apagar un fuego y encender otro…

Hoy mi padre ya no está conmigo. Se fue tranquilo, sabiendo que nos habíamos perdonado. A veces me pregunto cuántas familias en nuestro país viven atrapadas entre esos dos fuegos: orgullo y perdón. ¿Cuántas veces dejamos que el orgullo gane solo por no dar el primer paso?

¿Y tú? ¿Qué fuego estás alimentando hoy? ¿Vale la pena dejar que arda hasta consumirlo todo?