El verano que mi suegra destruyó: Un viaje soñado convertido en pesadilla

—¿Por qué tiene que venir ella? —le susurré a Mauricio mientras cerraba la maleta de Camila, mi hija de ocho años, quien brincaba en la cama con su flotador nuevo.

Mauricio evitó mi mirada. —Es su mamá, Natalia. Dice que se siente sola desde que tu papá falleció. No puedo decirle que no.

Sentí un nudo en el estómago. Llevábamos meses planeando este viaje a Cancún. Camila soñaba con nadar entre peces de colores y yo con ver a Mauricio relajado, lejos del estrés del trabajo y los problemas cotidianos en Ciudad de México. Pero ahora, la sombra de Doña Rosa se cernía sobre nuestros planes.

El día del viaje, Doña Rosa llegó al aeropuerto con dos maletas enormes y una actitud de mártir. —Ay, mijitos, qué bueno que me invitaron. Hace tanto que no salgo —dijo, abrazando a Camila y lanzándome una mirada que mezclaba reproche y superioridad.

El vuelo fue una tortura. Doña Rosa se quejó del aire acondicionado, de la comida y hasta del asiento. Cuando llegamos al hotel, ya estaba agotada emocionalmente. Pero lo peor apenas comenzaba.

La primera noche, mientras Mauricio y yo intentábamos disfrutar una copa de vino en el balcón, Doña Rosa irrumpió en la habitación.

—¿No creen que es peligroso dejar a Camila sola viendo televisión? —dijo con voz aguda—. Además, esa niña necesita dormir temprano.

Mauricio suspiró y se levantó para acompañar a su madre. Yo me quedé sola, mirando el mar oscuro y preguntándome si era egoísta por desear un poco de paz.

Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños sabotajes: Doña Rosa criticó mi forma de vestir, mi manera de educar a Camila y hasta la elección del restaurante para cenar. Cada vez que intentaba proponer una actividad divertida para Camila, Doña Rosa encontraba una razón para cambiar los planes.

—Camila es muy delicada para tanto sol —decía—. Mejor vamos al museo maya.

Camila me miraba con ojos tristes cuando le explicaba que no iríamos al parque acuático ese día. Mauricio intentaba mediar, pero siempre terminaba cediendo ante su madre.

Una tarde, mientras caminábamos por la playa, Camila se soltó de mi mano y corrió hacia el mar. Yo fui tras ella, pero Doña Rosa gritó:

—¡Natalia! ¡Ten más cuidado! ¡Se te va a ahogar la niña!

La gente nos miró. Sentí la vergüenza arderme en las mejillas. Mauricio me tomó del brazo y susurró:

—No le hagas caso. Está nerviosa por el viaje.

Pero yo ya no podía más. Esa noche, después de que todos se durmieron, salí al balcón y llamé a mi hermana Lucía.

—No aguanto más —le confesé entre lágrimas—. Siento que este viaje no es mío. Es como si mi vida tampoco lo fuera.

Lucía me escuchó en silencio y luego dijo:

—Tienes derecho a poner límites, Natalia. No eres mala esposa ni mala madre por querer ser feliz.

Al día siguiente, decidí hablar con Mauricio. Lo encontré en la piscina con Camila.

—Necesito que me escuches —le dije—. Este viaje era para nosotros tres. Siento que estoy desapareciendo entre las exigencias de tu mamá.

Mauricio bajó la mirada. —No sé cómo decirle que no… siempre ha sido así desde que papá murió.

—Pero ahora tienes tu propia familia —le respondí—. ¿Y si seguimos así? ¿Qué ejemplo le damos a Camila?

Esa noche hubo una explosión. Durante la cena, Doña Rosa insinuó que yo era una madre irresponsable por dejar que Camila comiera helado después de las ocho.

—En mis tiempos, las madres cuidaban mejor a sus hijos —dijo con voz venenosa.

Sentí cómo me temblaban las manos. Me levanté de la mesa y salí corriendo al lobby del hotel. Mauricio me siguió.

—No puedo más —le dije entre sollozos—. O ella o yo.

Mauricio me abrazó fuerte. Por primera vez lo vi decidido.

Esa misma noche, él habló con su madre en privado. No sé exactamente qué le dijo, pero al día siguiente Doña Rosa anunció que regresaría antes a Ciudad de México porque «no quería ser una carga».

El resto del viaje fue distinto: Camila volvió a sonreír y Mauricio y yo recuperamos algo de la complicidad perdida. Pero el daño ya estaba hecho; las heridas seguían ahí, latentes.

Regresamos a casa con una mezcla de alivio y culpa. Doña Rosa apenas nos habló durante semanas. Mauricio se sentía dividido entre su madre y su familia; yo luchaba con el remordimiento de haber provocado esa ruptura.

A veces me pregunto si hice lo correcto al exigir ese límite o si debí aguantar un poco más por el bien de todos. ¿Hasta dónde debemos sacrificar nuestra felicidad por mantener la paz familiar? ¿Cuántas mujeres viven atrapadas entre el deber y el deseo de ser felices?

¿Ustedes qué harían en mi lugar? ¿Vale la pena perderse a una misma por no querer herir a los demás?