Un descanso que nunca llegó: la visita a casa de mi hijo
—¿Mamá, puedes poner una lavadora mientras bajo a por el pan?—. La voz de Álvaro resonó en el pasillo, apenas había dejado la maleta en el suelo. Ni un abrazo, ni un «¿qué tal el viaje?». Solo instrucciones, como si yo fuera parte del mobiliario. Miré a Lucía, que ni levantó la vista del móvil. Sentí una punzada en el pecho, pero me obligué a sonreír.
Venía de Villanueva del Fresno, un pueblo donde el tiempo se mide por el canto de los gallos y el olor a tierra mojada. Había dejado mi huerto y mis gallinas al cuidado de mi vecina Carmen, ilusionada por ver a mi hijo después de tantos meses. Desde su boda en la iglesia de San Isidro no había vuelto a pisar su casa en Madrid. Imaginé que pasaríamos tardes paseando por el Retiro, charlando en alguna terraza, o simplemente compartiendo un café en su salón. Pero la realidad me golpeó nada más cruzar la puerta.
El piso olía a humedad y a ropa sin tender. Había platos apilados en la encimera, migas en la mesa y calcetines huérfanos por el pasillo. Me sentí incómoda, como si invadiera un territorio ajeno y hostil. Pero más incómoda me sentí cuando vi que Lucía se encerraba en su despacho y Álvaro salía corriendo tras dejarme la lista mental de tareas.
—Mamá, si puedes también pásale un trapo al baño, que últimamente no tenemos tiempo— añadió antes de cerrar la puerta.
Me quedé sola, rodeada de silencio y desorden. Me pregunté si era eso lo que significaba ser madre: estar siempre disponible, siempre dispuesta a ayudar, aunque nadie lo pidiera con cariño. Me arremangué y empecé a recoger los platos. El agua caliente me quemaba las manos, pero el dolor era menor que el nudo en mi garganta.
Los días pasaron entre lavadoras, aspiradora y comidas improvisadas. Nadie preguntó cómo estaba yo, ni si necesitaba algo. Lucía salía temprano y volvía tarde, apenas cruzábamos dos palabras. Álvaro trabajaba desde casa, pero solo asomaba la cabeza para pedirme café o preguntarme si había planchado su camisa.
Una tarde, mientras planchaba en silencio, escuché una conversación entre ellos desde el pasillo:
—¿No crees que deberíamos invitarla a cenar fuera?— susurró Lucía.
—Bah, si mamá está mejor aquí, así descansa del pueblo— respondió Álvaro.
Me mordí los labios para no llorar. ¿Descansar? ¿Esto era descansar? Recordé las tardes en el pueblo, sentada al sol con mis amigas, cuidando mis tomates y escuchando las historias de siempre. Allí nadie me pedía nada sin darme las gracias después.
El viernes por la noche preparé una tortilla de patatas como las que le hacía a Álvaro de pequeño. Cuando se sentaron a la mesa, esperé una palabra amable, una sonrisa. Nada. Comieron deprisa mientras miraban el móvil o discutían sobre el trabajo.
—¿Está buena?— pregunté tímidamente.
—Sí, mamá, como siempre— murmuró Álvaro sin levantar la vista.
Sentí que sobraba en esa casa. Que mi presencia era útil pero invisible. Que mi cariño se daba por hecho, como si fuera una obligación y no un regalo. Esa noche apenas dormí. Pensé en volverme al pueblo antes de tiempo, pero algo me retuvo: la esperanza tonta de que al día siguiente todo cambiaría.
El sábado por la mañana me levanté temprano para prepararles churros con chocolate. Cuando entraron en la cocina, ni siquiera notaron el esfuerzo.
—¿Te vas hoy o mañana?— preguntó Lucía mientras recogía su bolso.
—Mañana por la tarde— respondí con voz queda.
Nadie me ofreció acompañarme a la estación ni me preguntó si necesitaba ayuda con la maleta. Pasé el resto del día limpiando el baño y recogiendo los restos de mi paso por esa casa ajena.
Antes de irme, dejé una nota sobre la mesa:
«Gracias por acogerme estos días. Espero que encontréis tiempo para cuidaros… y cuidar vuestro hogar. Con cariño, mamá.»
En el tren de vuelta a Villanueva del Fresno miré por la ventana y sentí una mezcla de alivio y tristeza. ¿En qué momento dejamos de valorar lo que hacen los demás por nosotros? ¿Por qué nos cuesta tanto decir gracias?
Quizá algún día mis hijos entiendan que el amor también se demuestra con palabras sencillas y gestos pequeños. Hasta entonces, seguiré cuidando mi huerto y esperando una llamada que no sé si llegará.
¿Es esto lo que nos espera a las madres cuando nuestros hijos se hacen mayores? ¿De verdad es tan difícil agradecer lo que se da sin pedir nada a cambio?