El día después: El peso de una familia que crece sin freno
—¿Otra vez, Ruby? —La voz de Oliver retumbó en la cocina, rebotando entre las paredes descascaradas y los platos sin lavar. Yo estaba allí, sentada en la mesa con una taza de café frío entre las manos, cuando mi prima bajó la cabeza, como si quisiera esconderse dentro de su propio cuerpo.
No era la primera vez que presenciaba una discusión así. Pero esta vez, algo era diferente. El cansancio en los ojos de Oliver no era solo físico; era un agotamiento que venía de años de sueños truncados y promesas incumplidas. Ruby, con su panza apenas visible, se aferraba a la esquina del mantel como si ese pedazo de tela pudiera salvarla del naufragio.
—No fue planeado —susurró ella, casi inaudible.
Oliver soltó una risa amarga. —¿Y cuándo lo ha sido, Ruby? ¿Cuándo hemos planeado algo en esta casa?
El silencio cayó como una losa. Afuera, los gritos de los niños jugando en el patio se mezclaban con el ladrido de los perros callejeros y el bullicio del barrio. Era un barrio como tantos otros en las afueras de Monterrey: casas pegadas unas a otras, techos de lámina, calles polvorientas y vecinos que sabían más de tu vida que tú mismo.
Me pregunté si debía intervenir. No era mi lugar, pero tampoco podía quedarme callada. Recordé cuando éramos niñas y jugábamos a ser maestras o doctoras, soñando con un futuro distinto al que nos había tocado. Ruby siempre fue la más alegre, la que creía que todo podía arreglarse con una sonrisa.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Oliver, su voz quebrada por la desesperación.
Ruby lo miró con lágrimas en los ojos. —No lo sé, Oli. Solo sé que este bebé ya está aquí…
La tensión era tan densa que costaba respirar. Pensé en los cinco niños que dormían juntos en una sola cama, en las cuentas atrasadas pegadas con imanes en el refrigerador, en el arroz con frijoles que era el menú diario. Pensé en mi propia madre, que siempre decía que cada niño trae su torta bajo el brazo, pero ¿y si ya no había brazos suficientes para tantas tortas?
Esa noche me quedé a dormir en su casa. Escuché a Ruby llorar bajito mientras Oliver daba vueltas en la cama. Al día siguiente, mientras preparaba café, Ruby se me acercó.
—¿Crees que estoy haciendo mal? —me preguntó con voz temblorosa.
No supe qué decirle. ¿Quién soy yo para juzgar? Pero tampoco podía mentirle.
—No sé si está bien o mal, Ruby. Solo sé que es difícil… y que necesitas ayuda.
Ella asintió y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—A veces siento que si dejo de tener esperanza, todo se va a venir abajo —dijo—. Pero también me da miedo traer otro niño a este mundo…
En ese momento entró Oliver, con los ojos hinchados y el ceño fruncido.
—Voy a buscar otro trabajo —anunció sin mirarnos—. No puedo seguir así.
Ruby quiso abrazarlo, pero él se apartó. El orgullo herido era más fuerte que el amor en ese instante.
Los días siguientes fueron un desfile de visitas: la suegra de Ruby llegó con cara de pocos amigos y le soltó en la cara:
—¡Ya basta, muchacha! ¿No ves cómo están viviendo? ¿Qué ejemplo les das a tus hijos?
Ruby solo bajó la cabeza. Yo sentí rabia por ella, pero también entendí a la señora: todos estábamos cansados, todos teníamos miedo.
Una tarde, mientras ayudaba a los niños con la tarea, escuché a Ruby hablar por teléfono con su hermana:
—No sé cómo vamos a salir adelante… A veces pienso que sería mejor irme a Estados Unidos a trabajar… Pero no quiero dejar a mis hijos aquí…
Esa noche hubo otra pelea. Oliver llegó tarde, oliendo a cerveza barata y frustración. Gritaron tanto que los niños se despertaron llorando. Yo los abracé mientras trataba de explicarles que sus papás solo estaban cansados, que no era culpa de ellos.
Al día siguiente, Ruby me confesó algo que me heló la sangre:
—A veces pienso que si no estuviera embarazada… tal vez Oliver no estaría tan enojado conmigo…
La abracé fuerte. No sabía cómo ayudarla. No había respuestas fáciles para problemas tan grandes.
Un domingo por la mañana, mientras desayunábamos pan dulce y café aguado, Oliver se sentó frente a Ruby y le tomó la mano por primera vez en semanas.
—Perdóname —le dijo—. No sé cómo ser mejor esposo ni mejor papá… Pero te juro que voy a intentarlo.
Ruby lloró en silencio. Yo también.
Afuera, el sol brillaba sobre las calles polvorientas del barrio. Los niños reían sin saber nada del peso que cargaban sus padres. Y yo me pregunté si algún día podríamos romper este ciclo de pobreza y desesperanza.
¿Hasta cuándo vamos a seguir creyendo que el amor lo puede todo? ¿Cuántos sacrificios más tendremos que hacer para darle un futuro mejor a nuestros hijos?