La soledad de la puerta de al lado

—¿Otra vez sopa, Carmen? —me preguntó Rosario desde el otro lado de la mesa, con esa sonrisa pícara que siempre consigue arrancarme una carcajada.

No pude evitar reírme. La cuchara temblaba en mi mano, no solo por la edad, sino por los nervios. Hacía apenas un año que mi marido, Antonio, se había ido para siempre. Mis hijos, Laura y Sergio, viven en Barcelona y Valencia respectivamente. Vienen cuando pueden, pero la casa se ha vuelto demasiado grande y demasiado silenciosa.

—¿Y qué quieres que haga? —le respondí—. No tengo ganas de cocinar para una sola persona.

Rosario se encogió de hombros y empezó a contarme una historia absurda sobre su gato, Pancho, que había destrozado las cortinas. Me reí tanto que casi se me olvida ese nudo en el pecho que me acompaña desde que Antonio ya no está.

La soledad es como una gotera: al principio solo molesta un poco, pero con el tiempo te cala hasta los huesos. Mis hijos llaman cada semana, pero siempre tienen prisa. «Mamá, ¿estás bien? ¿Necesitas algo?» Y yo siempre respondo lo mismo: «Estoy bien, cariño. No te preocupes por mí». Pero no es verdad. Echo de menos el bullicio, las discusiones por la tele encendida y hasta el olor a colonia barata de Antonio.

Un día, mientras regaba las plantas del balcón, escuché un golpe en la puerta. Era Rosario, con una bolsa de naranjas y una sonrisa enorme.

—He hecho tortilla de patatas. ¿Te apetece cenar conmigo?

No supe decir que no. Desde entonces, nuestras cenas se convirtieron en ritual. Hablamos de todo: de nuestros hijos (ella tiene tres, todos en el extranjero), de los precios del mercado, de los recuerdos que duelen y de los sueños que aún nos quedan.

Una tarde de otoño, Laura me llamó llorando. Su marido la había dejado por otra mujer y no sabía cómo decírselo a sus hijos. Me sentí impotente; quería abrazarla, pero estaba a 600 kilómetros. Rosario me vio llorar en el rellano y me abrazó sin decir palabra. A veces no hacen falta palabras.

—¿Por qué no te vas a vivir con alguno de tus hijos? —me preguntó Rosario una noche.

—No quiero ser una carga —le respondí—. Además, aquí tengo mis recuerdos… y ahora también te tengo a ti.

Rosario asintió en silencio. Ella también había sentido esa sensación de ser invisible para los suyos. Sus hijos la llamaban solo para pedirle favores o dinero. «Mamá, ¿puedes cuidar a los niños este verano? Mamá, ¿me puedes prestar algo hasta fin de mes?» Nunca para saber cómo estaba realmente.

Un día, Sergio vino a verme con su mujer y sus dos hijos. La casa volvió a llenarse de risas y carreras por el pasillo. Pero cuando se fueron, el silencio fue aún más doloroso. Me senté en el sofá y lloré como hacía años que no lloraba.

Rosario apareció con dos copas de vino y un trozo de tarta de manzana.

—No estás sola, Carmen —me dijo—. Aquí estoy yo.

Empezamos a salir juntas: al cine del barrio, a pasear por El Retiro, a tomar café en la plaza Mayor. Descubrí que aún podía reírme hasta dolerme la tripa y que la vida no se acaba cuando los hijos se van o cuando pierdes al amor de tu vida.

Un día recibí una llamada inesperada: Laura quería que me fuera a vivir con ella unos meses para ayudarla con los niños mientras superaba su divorcio. Dudé mucho antes de responderle. Rosario me animó:

—Hazlo si lo necesitas, pero no por obligación ni por miedo a estar sola.

Me fui unas semanas y ayudé a Laura a recomponerse. Pero pronto eché de menos mi casa y mis rutinas con Rosario. Cuando volví a Madrid, ella me esperaba en el portal con una bufanda nueva que había tejido para mí.

Ahora mis hijos respiran tranquilos porque saben que tengo a alguien cerca. Pero lo más importante es que yo también respiro tranquila porque he encontrado una amistad sincera cuando menos lo esperaba.

A veces me pregunto si la soledad es realmente un castigo o una oportunidad para descubrir nuevas formas de amar y ser amada.

¿Y vosotros? ¿Habéis sentido alguna vez esa soledad que parece no tener fin? ¿O habéis encontrado también un Rosario en vuestra vida?