La Casa de los Secretos: El Día que mi Suegra Descubrió la Verdad

—¡No pienso permitir que esa mujer siga viviendo aquí!— gritó Kimberly, su voz retumbando en las paredes de la sala. Yo estaba sentada en el sofá, con las manos temblorosas y el corazón a punto de salirse del pecho. George, mi prometido, se interpuso entre su madre y yo, suplicando con los ojos llenos de angustia.

—Mamá, por favor, no hagas esto. Ya hablamos de tener una boda sencilla, solo con la familia. ¿Por qué tienes que complicarlo todo?—

Kimberly me miró con ese desprecio que nunca se molestó en ocultar desde el primer día que George me presentó. Yo era «la muchacha del barrio», la que según ella no tenía nada que ofrecerle a su hijo. Pero lo que nunca entendió es que yo amaba a George más allá de cualquier prejuicio o diferencia social.

La casa donde vivíamos era modesta, pero para nosotros era un palacio. Habíamos pintado las paredes juntos, arreglado el jardín y hasta adoptado un perro callejero que ahora dormía en la entrada. Pero para Kimberly, esa casa era una mancha en el apellido familiar. Ella quería que George regresara a vivir con ella en su departamento en Polanco, lejos de «las malas influencias».

—Esta casa no es tuya, Stephanie. No tienes ningún derecho aquí. Si quieres casarte con mi hijo, será bajo mis condiciones— sentenció Kimberly, cruzándose de brazos.

Sentí cómo la rabia me subía por la garganta. ¿Por qué siempre tenía que humillarme? ¿Por qué George no podía ponerle un alto definitivo? Pero antes de que pudiera responderle, mi suegro, don Ernesto, intervino desde la cocina.

—Kimberly, basta ya. Hay cosas que tú no sabes— dijo con voz grave.

Todos nos quedamos en silencio. Kimberly lo miró sorprendida; yo apenas conocía a don Ernesto porque siempre estaba trabajando o viajando. Se acercó despacio y sacó un sobre amarillo del cajón del comedor.

—¿Qué es eso?— preguntó George.

Don Ernesto me miró directo a los ojos y luego a su esposa.— Es hora de decir la verdad. Esta casa no es tuya, Kimberly. Ni siquiera es mía. Esta casa le pertenece a Stephanie.

Sentí como si el mundo se detuviera. Kimberly soltó una carcajada incrédula.— ¡No digas tonterías! ¿Cómo va a ser de ella?

Don Ernesto suspiró y abrió el sobre. Sacó unos papeles viejos y amarillentos.— Hace muchos años, cuando tu padre murió, Stephanie, tu mamá trabajaba como empleada doméstica en nuestra casa. Yo… yo cometí muchos errores en esa época. Pero cuando tu mamá enfermó y no pudo seguir trabajando, yo le prometí que cuidaría de ti. Compré esta casa a su nombre para asegurarme de que siempre tuvieras un lugar donde vivir.

Las lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas. Recordé a mi madre, su sonrisa cansada y sus manos ásperas de tanto limpiar casas ajenas. Nunca me habló de esto. Siempre pensé que esta casa era un milagro caído del cielo.

Kimberly estaba pálida.— ¿Me estás diciendo que toda esta farsa… toda esta humillación fue por nada?—

Don Ernesto asintió.— Sí. Y lamento no haberlo dicho antes, pero tenía miedo de tu reacción.

George me tomó la mano.— Steph, ¿por qué nunca me dijiste nada?

Negué con la cabeza.— Yo tampoco lo sabía. Mi mamá nunca me contó nada de esto.

Kimberly se dejó caer en una silla, derrotada.— No puedo creerlo… Toda mi vida luchando por mantener el control y resulta que nunca tuve poder sobre nada.

El silencio se apoderó del ambiente. Solo se escuchaba el tic-tac del reloj y los sollozos ahogados de Kimberly. Yo sentía una mezcla de alivio y tristeza; por fin entendía por qué siempre me sentí tan fuera de lugar en mi propia casa.

Esa noche, George y yo hablamos largo rato en la terraza. Él estaba avergonzado por no haberme defendido antes.— Perdóname por no haber sido más firme con mi mamá. Te prometo que esto no volverá a pasar.

Lo abracé fuerte.— Lo importante es que ahora sabemos la verdad. Pero no quiero que esto destruya a tu familia.

Al día siguiente, Kimberly se acercó a mí mientras preparaba café.— Stephanie… sé que he sido dura contigo. No sé si puedas perdonarme algún día.

La miré a los ojos.— No busco venganza ni rencor. Solo quiero paz para todos.

Con el tiempo, las heridas comenzaron a sanar poco a poco. Kimberly empezó a visitarnos sin buscar pelea y hasta jugaba con nuestro perro en el jardín. Don Ernesto se convirtió en un abuelo para nuestros hijos cuando llegaron los años después.

A veces me pregunto: ¿Cuántas familias se destruyen por secretos y orgullos mal entendidos? ¿Vale la pena perderlo todo solo por tener la razón? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?