El Último Invierno en Salamanca
—Mamá, tienes que venir. Papá quiere verte… por última vez.
La voz de Marta temblaba al otro lado del teléfono. Era enero y la nieve cubría Salamanca como una manta pesada, pero el frío que sentí en ese momento no venía del invierno. Me quedé sentada en la cocina de mi piso en Toronto, con la taza de café temblando entre mis manos. Habían pasado dieciséis años desde que crucé el Atlántico, persiguiendo un sueño que nunca fue solo mío.
Recuerdo el día en que todo empezó a desmoronarse. Yo tenía diecinueve años, recién salida de la escuela de enfermería, cuando Álvaro y yo nos casamos. Mis padres querían que estudiara más, que me quedara en Salamanca, pero yo estaba enamorada y ciega ante las advertencias. Álvaro era divertido, carismático, y tenía esa sonrisa que podía convencer a cualquiera de cualquier cosa. Pronto llegó Marta, y con ella las noches sin dormir y los días de trabajo interminable.
La crisis económica nos golpeó fuerte. Álvaro perdió su trabajo en la fábrica y empezó a pasar más tiempo en el bar con sus amigos que en casa. Yo hacía turnos dobles en el hospital, pero no alcanzaba para pagar la hipoteca ni para llenar la nevera. Fue entonces cuando su madre, doña Carmen, me miró a los ojos una tarde y me dijo:
—Lucía, aquí no hay futuro para ti ni para Marta. Mi primo en Canadá puede ayudarte a encontrar trabajo. Piensa en tu hija.
Me sentí traidora solo de pensarlo, pero la desesperación es una consejera implacable. Álvaro me prometió que se encargaría de todo aquí, que pronto se reuniría conmigo. Así que empaqué mi vida en dos maletas y crucé el océano, dejando atrás mi ciudad, mi familia y una parte de mí misma.
Los primeros años fueron un infierno. Trabajaba como enfermera de noche y limpiaba casas de día. Llamaba a Marta cada noche, escuchando cómo su voz se hacía más distante con cada llamada. Álvaro siempre tenía excusas para no venir: primero era el trabajo, luego los papeles, después la salud de su madre. Yo le creía porque necesitaba creerle.
Hasta que una tarde de otoño, recibí un mensaje de mi hermana Ana:
—Lucía, tienes que saberlo. Álvaro no está solo.
El mundo se me vino abajo. Álvaro llevaba años con otra mujer, una tal Beatriz, y todos lo sabían menos yo. Incluso Marta lo sospechaba, pero nunca se atrevió a decírmelo. Lloré durante semanas, sintiéndome una idiota por haber sacrificado todo por una mentira.
A pesar de todo, seguí enviando dinero cada mes. Marta necesitaba estudiar y yo no podía dejarla sola con él. Cuando cumplió dieciocho años, decidió venir a Canadá conmigo. Fue entonces cuando Álvaro enfermó: cáncer de pulmón avanzado. Marta quiso volver para cuidarle y yo… yo no sabía qué sentir.
Ahora, sentada en mi cocina canadiense, escucho la súplica de mi hija:
—Por favor, mamá. No le queda mucho tiempo.
El vuelo a Madrid fue largo y silencioso. Al llegar a Salamanca, la ciudad parecía más pequeña, más gris. En el hospital, encontré a Álvaro reducido a una sombra de sí mismo. Sus ojos buscaron los míos con una mezcla de culpa y esperanza.
—Lucía… —susurró— Perdóname.
No supe qué decirle. Durante días me quedé a su lado, viendo cómo Marta le leía poemas y le acariciaba la mano. Beatriz venía por las tardes; nos mirábamos sin hablar, dos mujeres unidas por el mismo hombre y el mismo dolor.
Una noche, mientras Marta dormía en la silla junto a su padre, Beatriz se acercó a mí en el pasillo.
—No quiero robarte nada —me dijo—. Solo quería quererle… como tú lo hiciste alguna vez.
No pude odiarla. El rencor se había agotado hacía tiempo. Álvaro murió una mañana fría de febrero. Marta lloró desconsolada; yo sentí un alivio amargo mezclado con tristeza.
En el entierro, mi madre me abrazó fuerte:
—Hija, nadie te puede juzgar por lo que hiciste. Solo tú sabes lo que has sufrido.
Ahora vuelvo a Canadá con Marta. Salamanca queda atrás como un sueño roto y lejano. A veces me pregunto si hice bien en marcharme o si debí luchar más por mi familia aquí.
¿Es posible perdonar de verdad? ¿O hay heridas que nunca cierran? ¿Vosotros qué haríais si estuvierais en mi lugar?