Las 20 Reglas de Don Ezequiel: Un Legado Olvidado en la Sierra
—¡No te atrevas a tocar ese baúl, Mariana! —gritó mi madre desde la cocina, su voz temblando entre el estruendo de la tormenta que azotaba el tejado de la vieja casa en la sierra de Durango.
Pero ya era tarde. Mis manos, guiadas por una mezcla de curiosidad y rebeldía, habían abierto el baúl polvoriento que llevaba décadas sin tocarse. Entre mantas apolilladas y cartas amarillentas, encontré un cuaderno de cuero, gastado y atado con una cinta roja. En la portada, apenas legible, se leía: “Las 20 Reglas de Don Ezequiel”.
Mi bisabuelo Ezequiel fue un hombre legendario en estas tierras. Dicen que cruzó las montañas a pie, fundó el primer molino del pueblo y sobrevivió a la fiebre tifoidea cuando todos lo daban por muerto. Pero también cuentan que murió solo, traicionado por su propio hermano, y que su sabiduría se perdió entre rencores y silencios familiares.
Mientras afuera los relámpagos iluminaban los retratos en las paredes, me senté en el suelo y comencé a leer. La primera regla era simple: “Nunca olvides de dónde vienes, porque ahí está tu fuerza”. Sentí un nudo en la garganta. ¿De dónde venía yo? ¿De esta casa llena de secretos y resentimientos?
—¿Por qué insistes en revolver el pasado? —mi madre apareció en la puerta, empapada de lágrimas y lluvia—. Hay cosas que es mejor no recordar.
—¿Y si ahí está la respuesta a todo lo que nos duele? —le respondí, mostrando el cuaderno.
Ella se sentó a mi lado, derrotada. Por primera vez en años, vi en sus ojos el mismo miedo que sentía yo: el miedo a repetir los errores de quienes nos precedieron.
Las reglas de Don Ezequiel no eran solo consejos para sobrevivir en la sierra; eran advertencias sobre el orgullo, la envidia y la soledad. “No permitas que el dinero valga más que la sangre”, decía una. Otra advertía: “El silencio es veneno cuando hay verdades que sanar”.
Recordé las historias que mi abuela contaba al calor del fogón: cómo Ezequiel y su hermano Julián construyeron juntos una hacienda próspera, solo para verla desmoronarse cuando Julián vendió su parte a un extranjero por unas monedas. Desde entonces, los descendientes de ambos vivieron enfrentados, cruzando miradas llenas de reproche cada vez que se encontraban en la plaza del pueblo.
Mi madre tomó el cuaderno y leyó en voz alta: “Perdona antes de que sea tarde. El rencor es una piedra que te hunde”. Sus labios temblaron. Yo sabía que pensaba en su prima Lucía, con quien no hablaba desde hacía veinte años por una disputa absurda sobre una parcela de tierra.
—¿Crees que aún podamos cambiar algo? —me preguntó en voz baja.
—No lo sé —le respondí—. Pero si Don Ezequiel pudo escribir esto después de todo lo que vivió… tal vez nosotros también podamos intentarlo.
Esa noche no dormí. Leí cada regla una y otra vez. Algunas me parecían obvias; otras, imposibles de cumplir. “No temas pedir ayuda”, decía una. Pero aquí, en la sierra, pedir ayuda era visto como debilidad. “Cuida tu palabra como cuidas tu ganado”, aconsejaba otra. Pensé en las veces que prometí cosas que nunca cumplí.
Al amanecer, salí al patio y vi a mi madre hablando con Lucía junto al portón. No escuché lo que decían, pero vi cómo se abrazaban entre sollozos. Sentí una mezcla de alivio y vergüenza: ¿por qué habíamos esperado tanto para dar ese paso?
Los días siguientes, compartimos las reglas con otros miembros de la familia. Algunos se burlaron; otros lloraron al recordar viejas heridas. Mi tío Ramiro confesó que había robado herramientas del taller cuando era joven; mi prima Sofía pidió perdón por años de chismes y malentendidos.
Poco a poco, la casa dejó de sentirse tan fría. El eco de los gritos fue reemplazado por risas tímidas y conversaciones largas bajo la sombra del mezquite. Pero no todo fue fácil: hubo quienes se negaron a perdonar, quienes prefirieron aferrarse al pasado antes que arriesgarse a sufrir otra decepción.
Una tarde, mientras arreglaba la cerca con mi hermano Emiliano, le pregunté:
—¿Tú crees que Don Ezequiel estaría orgulloso de nosotros?
Emiliano clavó un poste con fuerza y suspiró:
—No lo sé, Mariana. Pero al menos estamos intentando algo distinto.
Las reglas terminaron colgadas en la cocina, escritas a mano sobre papel kraft. Cada vez que alguien entraba a la casa, podía leerlas: “Respeta la tierra”, “Escucha antes de juzgar”, “Comparte lo poco que tienes”.
Con el tiempo, entendí que el verdadero legado de Don Ezequiel no era el molino ni las tierras, sino esa sabiduría sencilla y profunda que habíamos olvidado entre peleas y silencios.
Hoy miro el cuaderno sobre mi mesa y me pregunto: ¿cuántas familias más viven atrapadas en historias como la nuestra? ¿Cuántos secretos guardan los baúles olvidados en las casas viejas de Latinoamérica?
¿Será posible romper el ciclo del rencor y construir algo nuevo sobre las ruinas del pasado? ¿O estamos condenados a repetir los mismos errores generación tras generación?
¿Ustedes qué piensan? ¿Han encontrado alguna vez un legado familiar capaz de cambiarlo todo?