Año tras año, mis suegros invaden mi vida

—¿Otra vez? —susurré mientras veía por la ventana cómo el viejo Chevrolet azul de Don Ernesto se estacionaba frente a nuestra casa. Mariana, mi esposa, ni siquiera se inmutó; ya estaba acostumbrada a que sus padres aparecieran sin avisar. Yo, en cambio, sentí el estómago apretarse como cada domingo desde hace tres años.

—Amor, no seas así —me dijo Mariana mientras acomodaba su cabello detrás de la oreja—. Solo vienen a saludar.

Pero yo sabía que no era solo eso. Don Ernesto y Doña Silvia no venían a saludar: venían a quedarse. A opinar sobre la pintura de la sala, a criticar el asado que yo preparaba, a preguntar por qué aún no teníamos hijos. Venían a recordarme que, aunque Mariana y yo habíamos formado nuestro propio hogar, ellos seguían siendo los protagonistas de su historia.

La primera vez que sentí que cruzaban la línea fue en nuestro primer aniversario. Mariana y yo planeamos una cena íntima en casa, con velas y música suave. Pero justo cuando servía el vino, sonó el timbre. Era Doña Silvia con una torta de tres leches y Don Ernesto con una botella de ron barato. «¡No podíamos dejar pasar esta fecha tan especial!», exclamaron. Mariana los abrazó emocionada. Yo sonreí por compromiso, pero por dentro sentí cómo algo se rompía.

Desde entonces, cada celebración se volvió un evento familiar obligatorio. Navidad, cumpleaños, hasta el Día del Niño. Si organizábamos un asado con amigos, ellos llegaban con su propia hielera y sugerencias para mejorar la carne. Si planeábamos un viaje a la playa, mágicamente reservaban una habitación en el mismo hotel. «¡Así compartimos más tiempo juntos!», decían.

Intenté hablarlo con Mariana muchas veces. «Son mis papás, Nico. No sé qué haría sin ellos», me decía ella con los ojos llenos de ternura y culpa. Yo la entendía, pero también sentía que mi espacio se achicaba cada vez más.

Una tarde de enero, después de una discusión sobre si debíamos cambiar las cortinas del comedor (Doña Silvia insistía en que el azul era muy frío), exploté:

—¡No puedo más! —grité—. ¡Esta casa es nuestra! ¡No de tus papás!

Mariana me miró como si hubiera dicho una blasfemia. Se encerró en el baño y lloró durante horas. Yo me sentí el peor esposo del mundo.

Esa noche, mientras ella dormía dándome la espalda, recordé mi infancia en un barrio popular de Medellín. Mi mamá siempre decía: «La familia es lo más sagrado, pero cada quien en su casa». Pensé que al casarme con Mariana construiríamos algo propio, pero ahora sentía que vivía en una extensión de la casa de sus padres.

Las cosas empeoraron cuando nació nuestra hija, Valentina. Doña Silvia se instaló en casa durante un mes «para ayudar». No podía cargar a mi hija sin que ella corrigiera mi postura o cuestionara si la leche estaba lo suficientemente tibia. Don Ernesto llegaba todas las tardes con bolsas de mercado y consejos sobre cómo ser un buen padre: «Los hombres de verdad trabajan duro y no se quejan».

Un día, mientras cambiaba el pañal de Valentina, Doña Silvia entró sin tocar la puerta:

—¿Por qué le pones esa crema? Yo siempre usé talco con Mariana y nunca tuvo rozaduras.

Sentí ganas de gritarle que era mi hija, pero solo apreté los dientes y seguí en silencio.

Mis amigos comenzaron a notar mi mal humor. En una reunión en casa de Andrés, uno de ellos me preguntó:

—¿Y tus suegros? ¿No vienen hoy?

Todos rieron menos yo.

—Ya parecen parte del inventario —agregó Camila—. ¡Hasta en las fotos de tu boda salen más veces que tú!

Me reí por compromiso, pero esa noche no pude dormir. ¿Era yo el problema? ¿O era normal querer un poco de privacidad?

La gota que colmó el vaso llegó en Semana Santa. Mariana y yo planeamos irnos solos a Villa de Leyva para descansar y reconectar como pareja. Reservamos una cabaña pequeña y acogedora. El día antes del viaje, recibí un mensaje de Don Ernesto: «¡Nos vemos mañana! Ya reservamos habitación al lado de ustedes».

Sentí rabia, tristeza y resignación al mismo tiempo. Mariana intentó justificarlo: «Solo quieren compartir con nosotros». Pero yo ya no podía más.

Esa noche discutimos como nunca antes:

—¿Por qué siempre tienen que estar? ¿No te das cuenta de que nos están ahogando?

Mariana lloró desconsolada:

—No quiero elegir entre tú y mis papás.

Me fui a dormir al sofá. Al día siguiente, cancelé el viaje.

Pasaron semanas sin que pudiera mirar a Mariana a los ojos sin sentir resentimiento. Empecé a llegar tarde del trabajo solo para evitar las cenas familiares. Valentina empezó a notar la tensión; preguntaba por qué papá ya no jugaba con ella después del colegio.

Un domingo cualquiera, mientras veía fútbol en la sala, Don Ernesto entró sin avisar y cambió el canal para ver las noticias.

—En esta casa siempre se ve fútbol los domingos —le dije sin mirarlo.

Él me miró sorprendido:

—Esta casa es de todos, Nico.

Me levanté y salí al parque sin decir palabra.

Esa noche, Mariana me abrazó en silencio mientras Valentina dormía entre nosotros. Sentí su amor y su miedo mezclados en ese abrazo apretado.

Ahora escribo esto preguntándome: ¿Hasta dónde debemos permitir que la familia política invada nuestra vida? ¿Es posible poner límites sin romper lo que más amamos?

¿Ustedes qué harían? ¿Han sentido alguna vez que su hogar ya no les pertenece?