La llamada que rompió mi vida: Entre la traición y el perdón
—¿Por qué no contestas? —me susurró José, mientras su mano temblorosa buscaba la mía bajo las sábanas. El celular vibraba sobre la mesa de noche, insistente, como si supiera que ese momento era el menos indicado para interrumpirnos. Yo no podía moverme. Sentía el corazón en la garganta, la piel ardiendo de culpa y deseo.
No era la primera vez que me encontraba en esa habitación de hotel barato, con José, el mejor amigo de mi esposo, Santiago. Pero sí era la primera vez que el miedo me paralizaba así. El teléfono seguía sonando. Finalmente, lo tomé y vi el nombre de mi hermana, Mariana, en la pantalla.
—Contesta —insistió José, apartándose de mí con un suspiro resignado.
Respondí con voz temblorosa:
—¿Hola?
Del otro lado, Mariana lloraba. —Tienes que venir a casa… Es Santiago. Lo sabe todo.
Sentí que el mundo se desmoronaba bajo mis pies. José se incorporó de golpe.
—¿Qué pasó? —preguntó, pero yo ya estaba vistiéndome a toda prisa, las manos torpes, los ojos llenos de lágrimas.
Salí corriendo del hotel sin mirar atrás. El aire de la Ciudad de México me golpeó en la cara como una bofetada. Tomé un taxi y durante el trayecto mi mente era un torbellino: ¿Cómo lo había descubierto? ¿Quién le había contado? ¿Y ahora qué iba a hacer?
Recordé cuando conocí a Santiago en la universidad. Era el chico más dulce del mundo, siempre atento, siempre dispuesto a ayudar. Nos casamos jóvenes, ilusionados con construir una vida juntos. Pero los años pasaron y la rutina nos fue apagando. Él trabajaba todo el día en la fábrica y yo me quedaba sola en casa con los niños y mis pensamientos.
José era diferente. Siempre tenía una broma lista, una sonrisa cómplice. Empezó a visitarnos más seguido después de que su esposa lo dejara. Yo le ofrecía café y él se quedaba horas platicando conmigo en la cocina. Un día, sin darme cuenta, ya no podía esperar a que tocara el timbre. Me sentía viva otra vez.
Pero ahora todo eso se había convertido en una pesadilla.
Llegué a casa y vi a Santiago sentado en la sala, con los ojos rojos y la mirada perdida. Mariana estaba a su lado, tomándole la mano. Cuando entré, él levantó la vista y me miró como si fuera una extraña.
—¿Por qué? —fue lo único que dijo. Su voz era apenas un susurro, pero dolía más que cualquier grito.
Me arrodillé frente a él, llorando sin poder detenerme.
—Perdóname… No sé cómo pasó…
—¿No sabes cómo pasó? —repitió él, con amargura—. ¡Era mi mejor amigo! ¡Confiaba en ustedes!
Mariana intervino:
—Santi, cálmate…
Pero él se levantó de golpe.
—¡No! Quiero escucharla a ella. Quiero saber por qué destruyó nuestra familia.
No supe qué decirle. ¿Cómo explicarle que me sentía sola? ¿Que necesitaba sentirme amada? ¿Que nunca quise hacerle daño?
—No fue planeado… —balbuceé—. Me sentía vacía… Tú ya no me mirabas como antes…
Santiago soltó una carcajada amarga.
—¿Y por eso te acostaste con mi mejor amigo? ¿Por eso tiraste todo por la borda?
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Mariana me abrazó y me llevó a la cocina mientras Santiago se encerraba en el cuarto de los niños.
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó ella en voz baja.
—No lo sé… No quiero perderlo…
Esa noche no dormí. Escuché a Santiago llorar detrás de la puerta cerrada y sentí que cada sollozo era una puñalada en mi pecho. Pensé en mis hijos: Valeria y Emiliano. ¿Qué iban a pensar de mí cuando fueran grandes? ¿Cómo les explicaría que su mamá había traicionado al hombre más bueno del mundo?
Al día siguiente, José me llamó insistentemente pero no contesté. No podía ni mirarme al espejo sin sentir asco de mí misma.
Pasaron los días y Santiago apenas me dirigía la palabra. Comía solo, dormía en el cuarto de los niños y evitaba mirarme a los ojos. Yo hacía todo lo posible por mantener la casa en orden, por cuidar a los niños, por fingir que todo estaba bien delante de ellos. Pero por dentro me estaba muriendo.
Una tarde, mientras preparaba la cena, Valeria se acercó y me abrazó fuerte.
—Mamá, ¿por qué papá ya no te quiere?
Sentí que las lágrimas querían salir otra vez pero me contuve.
—A veces los adultos cometemos errores muy grandes, hija… Pero eso no significa que no nos queramos.
Esa noche le pedí a Santiago que habláramos. Nos sentamos en la sala, lejos de los niños.
—¿Vas a perdonarme algún día? —le pregunté con voz baja.
Él me miró largo rato antes de responder:
—No lo sé, Lucía… No sé si puedo volver a confiar en ti. Pero tampoco quiero que nuestros hijos crezcan viendo cómo nos destruimos.
Me aferré a esa pequeña esperanza como si fuera un salvavidas en medio del naufragio.
Con el tiempo, empezamos a ir juntos a terapia de pareja en el centro comunitario del barrio. No fue fácil. Cada sesión era como arrancarse una costra vieja y dejar sangrar otra vez las heridas. Pero poco a poco aprendimos a hablar sin gritar, a escuchar sin juzgar.
José desapareció de nuestras vidas después de un último mensaje pidiéndome perdón por todo el daño causado. Nunca volví a saber de él.
Hoy han pasado dos años desde aquella llamada que cambió mi vida para siempre. Santiago y yo seguimos juntos, aunque nada volvió a ser igual. Aprendimos que el amor no es perfecto y que el perdón es un camino largo y doloroso.
A veces me pregunto si merezco esta segunda oportunidad o si solo estoy pagando por mis errores cada día. ¿Ustedes creen que una traición así puede realmente superarse? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?