Cuando la Abuela Nora Entró en Casa: Una Decisión que Rompió mi Familia

—¿Otra vez, Lucía? ¿Vas a negarte a ayudar a mi abuela? —La voz de Álvaro retumbó en la cocina, mientras yo apretaba los puños sobre la mesa. El reloj marcaba las once y media de la noche, y el silencio del barrio madrileño se rompía con cada palabra suya.

—No es eso, Álvaro. Pero no podemos con esto solos. Ya viste lo que pasó la semana pasada —le respondí, intentando controlar el temblor en mi voz. Recordé a la abuela Nora, desorientada en mitad de la calle, gritando nombres que no reconocía, mientras los vecinos nos miraban con lástima y miedo.

Él me miró con una mezcla de rabia y súplica. —Es mi familia, Lucía. No voy a dejarla sola en una residencia. No después de todo lo que hizo por mí cuando era niño.

La abuela Nora llegó a nuestra casa dos meses antes, tras una caída en su piso de Lavapiés. Los médicos fueron claros: demencia avanzada, episodios psicóticos, y una enfermedad degenerativa sin cura. Pero Álvaro no escuchaba razones. «En casa estará mejor», repetía como un mantra.

Al principio intenté adaptarme. Le preparaba sus comidas favoritas —sopa de cocido, tortilla de patatas— aunque muchas veces las tiraba al suelo o las mezclaba con el café. Las noches eran un infierno: Nora se levantaba y deambulaba por el pasillo, murmurando palabras ininteligibles o llamando a su difunto marido. Más de una vez la encontramos intentando salir por la puerta principal en plena madrugada.

—No puedo más, Álvaro —le confesé una noche, con lágrimas en los ojos—. Me paso el día pendiente de ella, no duermo, no trabajo bien… Los niños están asustados.

Él me abrazó, pero su abrazo era frío, distante. —Solo necesita tiempo para adaptarse. Y nosotros también.

Pero el tiempo solo trajo más caos. Mi hijo pequeño, Diego, empezó a tartamudear. Mi hija mayor, Marta, se negaba a invitar a sus amigas a casa. Una tarde encontré a Nora en el portal del edificio, descalza y llorando porque decía que su madre la esperaba en el pueblo. Los vecinos empezaron a evitarme en el ascensor.

Una tarde de domingo, mientras intentaba convencer a Nora de que se duchara —ella gritaba y me empujaba—, Álvaro entró y me miró como si yo fuera la culpable de todo.

—¿Por qué le hablas así? ¡Es una anciana enferma!

—¡Estoy agotada! ¡No puedo hacerlo sola! —grité por primera vez en años.

Esa noche discutimos hasta el amanecer. Él me acusó de insensible; yo le reproché su ceguera ante el sufrimiento de todos. Al día siguiente, encontré sus maletas junto a la puerta.

—Si no puedes aceptar a mi abuela, no puedo seguir contigo —me dijo sin mirarme a los ojos—. He pedido el divorcio.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Vi cómo se llevaba a Nora y sentí alivio y culpa al mismo tiempo. Los niños lloraron durante días. Mi madre vino a ayudarme y me dijo: «Hiciste lo que pudiste». Pero yo solo podía pensar en las palabras de Álvaro: «Es mi familia».

Ahora, meses después, sigo preguntándome si hice lo correcto. ¿Era justo sacrificar mi salud mental y la estabilidad de mis hijos por cuidar a alguien que ya no reconocía ni su propio nombre? ¿O fui egoísta por no poder soportar más?

A veces me despierto en mitad de la noche y escucho los ecos de los gritos de Nora en mi cabeza. Me pregunto si algún día podré perdonarme… o si alguien en mi lugar habría hecho algo diferente.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Dónde está el límite entre el amor y la destrucción?