A los 55 años, me di cuenta: Ya no la amo

—¿Por qué siempre tienes que dejar los platos sucios en el fregadero, Ernesto? —La voz de Lucía retumbó en la cocina, cortando el silencio de la tarde como un cuchillo.

Me quedé quieto, con la esponja en la mano y el agua corriendo. Miré el plato, luego a ella. Sentí una punzada en el pecho, pero no era culpa ni enojo. Era vacío. Un silencio interno que me asustó más que sus palabras.

—No sé, Lucía. No sé —respondí, sin fuerzas para discutir.

Ella bufó y salió de la cocina. El portazo resonó en toda la casa, esa casa que construimos juntos hace treinta años en las afueras de Medellín. Una casa que antes rebosaba de risas, de juegos de nuestros hijos, de promesas susurradas en la madrugada. Ahora solo quedaba el eco de lo que fuimos.

Me apoyé en el lavaplatos y cerré los ojos. ¿Cuándo fue la última vez que sentí amor por Lucía? No cariño, no costumbre, sino ese amor que te hace querer abrazar a alguien solo porque sí. No podía recordarlo.

La vida nos había arrastrado por caminos distintos. Yo trabajé toda mi vida como contador en una empresa textil; ella, maestra de primaria en la escuela del barrio. Nuestros hijos, Camila y Julián, ya no vivían con nosotros. Camila se fue a Buenos Aires con su esposo argentino; Julián trabaja en Bogotá y apenas llama los domingos.

La rutina se volvió nuestro único lenguaje. Nos levantábamos temprano, compartíamos un café sin mirarnos mucho, cada quien se sumergía en sus tareas. Por las noches, veíamos televisión en silencio o discutíamos por tonterías: la luz encendida, el perro que ladraba mucho, el dinero que nunca alcanzaba.

Una tarde de lluvia, mientras veía las gotas resbalar por la ventana, sentí una tristeza tan profunda que me costó respirar. Recordé cuando Lucía y yo bailábamos salsa en las fiestas del barrio, cuando me tomaba de la mano y me decía: “Ernesto, contigo hasta el fin del mundo”. ¿Dónde quedó ese amor?

Intenté hablarlo con mi hermana Marta. Ella siempre fue mi confidente.

—¿Y si ya no la amo? —le pregunté una noche por teléfono.

—Ay, hermano… El amor cambia. Pero si ya no sientes nada, ¿para qué seguir? —me respondió con esa franqueza paisa que nunca pierde.

Pero no era tan fácil. En nuestro barrio, nadie se separa después de tantos años. La gente murmura, las familias se dividen. Además, ¿cómo le iba a decir a Lucía que ya no sentía nada? ¿Cómo le explicas a alguien que compartió tu vida entera que el amor se fue evaporando como el café olvidado en la estufa?

Una noche, después de otra discusión absurda sobre la comida fría, Lucía me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Tú todavía me amas, Ernesto? —me preguntó en voz baja.

No supe qué decirle. Sentí un nudo en la garganta. Ella bajó la mirada y salió del cuarto. Esa noche dormimos espalda con espalda, como dos desconocidos atrapados por el miedo y la costumbre.

Empecé a salir a caminar solo por el parque del barrio. Veía parejas jóvenes tomarse de la mano y reírse por cualquier cosa. Sentí celos de ellos, pero también alivio al pensar que ya no tenía que fingir entusiasmo por cosas que no me importaban.

Un día encontré a Don Ramiro, un vecino viudo que siempre se sentaba en la banca del parque a alimentar a las palomas.

—La soledad es dura al principio —me dijo sin que yo le preguntara nada— pero peor es vivir acompañado y sentirse solo.

Sus palabras me persiguieron toda la semana. Empecé a notar detalles: cómo Lucía evitaba mi mirada, cómo yo prefería quedarme más tiempo en el trabajo para no llegar temprano a casa. Los domingos eran los peores; la ausencia de los hijos llenaba la casa de un silencio insoportable.

Un sábado cualquiera, mientras arreglaba el jardín, Lucía se acercó y me dijo:

—Ernesto… ¿Tú eres feliz conmigo?

La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. Me quedé callado mucho rato.

—No lo sé —admití al fin—. Creo que ya no sé cómo ser feliz contigo… ni contigo ni solo.

Ella suspiró y se sentó junto a mí en el pasto húmedo.

—Yo tampoco —confesó—. Pero me da miedo estar sola…

Nos miramos por primera vez en mucho tiempo. Vi en sus ojos el mismo miedo que sentía yo: miedo al cambio, al qué dirán, a perder lo poco que quedaba de nuestra historia.

Esa noche hablamos largo rato. Lloramos juntos por todo lo perdido: los sueños rotos, las promesas incumplidas, los años invertidos en una relación que ya no nos llenaba. Decidimos darnos un tiempo; cada uno buscaría su propio camino.

No fue fácil enfrentar a la familia ni a los amigos del barrio. Mi mamá lloró cuando le conté; mis hijos se preocuparon por nuestra salud mental. Pero poco a poco entendí que merecía buscar algo más que resignación.

Hoy vivo solo en un pequeño apartamento cerca del centro de Medellín. A veces extraño la rutina con Lucía; otras veces disfruto del silencio y la libertad de hacer lo que quiero sin dar explicaciones. Nos vemos de vez en cuando para hablar de los hijos o compartir un café sin reproches.

A mis 55 años aprendí que el amor puede acabarse sin culpa ni traición; simplemente se desvanece entre las grietas del tiempo y la rutina. Lo más difícil fue aceptar que merezco ser feliz aunque eso signifique empezar de nuevo.

¿Será posible volver a enamorarse después de tanto tiempo? ¿O estamos condenados a vivir con lo que queda cuando el amor se va? ¿Ustedes qué harían si descubrieran que ya no aman a quien ha sido su compañero de vida?