El Perfume de la Vergüenza: Una Tragedia en el Baño Familiar
—¡Mariana, ¿qué hiciste ahora?!— gritó mi mamá desde el pasillo, mientras el olor químico y dulzón se colaba por toda la casa. Yo estaba parada frente a la puerta del baño, con las manos aún húmedas y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que se me iba a salir del pecho.
Todo comenzó esa mañana, cuando mi hermano menor, Emiliano, salió del baño y dejó tras de sí una nube tan densa que ni el ventilador pudo disipar. Mi mamá, cansada de los olores y de gastar en aerosoles caros, me había dicho la noche anterior:
—Mariana, si no encuentras una solución para ese baño, te juro que lo cierro con candado.
Así que busqué en internet un truco casero: mezclar bicarbonato, vinagre y unas gotas de esencia de vainilla. Decían que era milagroso. Yo solo quería que mi mamá dejara de gritar y que Emiliano no se llevara otra regañada. Preparé la mezcla en un frasco vacío de mayonesa y lo puse detrás del inodoro.
Al principio, funcionó. El baño olía a pastel recién horneado. Pero al tercer día, la mezcla empezó a burbujear y a expandirse. Nadie se dio cuenta hasta que explotó, literalmente, salpicando las paredes con una pasta pegajosa y un olor agrio que se mezcló con la vainilla. Fue entonces cuando mi mamá entró y soltó el grito que hizo temblar las ventanas.
—¡¿Qué es esto?! ¡¿Por qué siempre tienes que estar inventando cosas?!
Mi papá llegó corriendo desde el patio, con las manos llenas de tierra. Miró el desastre y luego me miró a mí. Su silencio fue peor que cualquier regaño.
—Solo quería ayudar…— murmuré, pero nadie me escuchó.
La discusión se extendió por horas. Mi mamá decía que siempre estaba metida en cosas raras, que por eso la gente hablaba de nosotros en la colonia. Que si no fuera por mis «experimentos», tal vez tendríamos una vida normal. Mi papá no decía nada, pero su cara lo decía todo: decepción.
Esa noche, mientras limpiaba el baño con guantes de cocina y lágrimas en los ojos, escuché a Emiliano hablando por teléfono con su mejor amigo:
—Mi hermana es rara, pero sin ella esto sería peor…
Me detuve. ¿Peor? ¿Qué podía ser peor que esto?
A la mañana siguiente, mi mamá me pidió que la acompañara al mercado. Caminamos en silencio entre los puestos de frutas y verduras. De repente, se detuvo frente a una señora que vendía productos de limpieza caseros.
—¿Tienes algo para el olor del baño?— preguntó mi mamá, bajando la voz.
La señora le ofreció un frasco pequeño de esencia de eucalipto. Mi mamá lo compró sin regatear. De regreso a casa, me miró y dijo:
—No tienes que arreglarlo todo tú sola, Mariana.
Sentí un nudo en la garganta. No era solo el olor del baño lo que intentaba arreglar. Era el silencio incómodo entre mis padres, las miradas tristes de Emiliano cuando pensaba que nadie lo veía, la sensación de que nuestra familia estaba a punto de romperse por cualquier cosa.
Esa tarde, mientras todos estaban ocupados, encontré a mi papá sentado en el patio, mirando al vacío.
—Papá… ¿te molestó lo del baño?
Él suspiró y me hizo un gesto para sentarme a su lado.
—No es eso, hija. Es que… últimamente todo parece salirse de control. El trabajo va mal, tu mamá está estresada… Y tú siempre intentas ayudar, pero a veces siento que cargas con demasiado.
Me quedé callada. Por primera vez entendí que mi familia no necesitaba soluciones mágicas ni trucos caseros. Solo necesitábamos hablar más, escucharnos más.
Esa noche cenamos juntos sin discutir. Emiliano hizo una broma sobre el «baño explosivo» y todos nos reímos. Por un momento, sentí que todo podía estar bien.
Pero al día siguiente, cuando fui al baño antes de ir a la escuela, encontré una nota pegada en el espejo:
«Gracias por intentar siempre. No cambies nunca. —E»
Me quedé mirando mi reflejo, preguntándome si algún día aprendería a dejar de cargar con todo sola. ¿Cuántos de nosotros intentamos tapar los malos olores —y los problemas— con soluciones rápidas? ¿No sería mejor enfrentar lo feo juntos, aunque duela?