La decisión que me rompió: Un padre ausente en el corazón de México
—¡No puedes irte, Ernesto! ¡Por favor, no ahora!— gritó Mariana, su voz quebrada por el llanto y la desesperación. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en Iztapalapa como si quisiera arrancarla de cuajo. Yo tenía la maleta en la mano y el corazón hecho trizas.
No sé si alguna vez han sentido ese frío que te recorre los huesos cuando sabes que estás a punto de cometer el peor error de tu vida. Yo lo sentí esa noche. Mariana, mi esposa desde hacía siete años, acababa de decirme que esperábamos trillizos. Tres hijos más, además de nuestra pequeña Sofía, que apenas tenía cuatro años. El miedo me paralizó. ¿Cómo iba a mantener a cuatro niños? Apenas nos alcanzaba para los frijoles y las tortillas. Mi trabajo en la fábrica de autopartes no daba para más, y las deudas ya nos ahogaban.
—No puedo, Mariana… No puedo con esto —le dije, sin atreverme a mirarla a los ojos. Ella se aferró a mi brazo, temblando.
—¿Y Sofía? ¿Y yo? ¿Vas a dejarnos solos?
No respondí. Me solté de su mano y salí bajo la lluvia, con la maleta empapándose y el alma hecha pedazos. Caminé sin rumbo por las calles oscuras, sintiendo que cada paso me alejaba no solo de mi familia, sino también de mí mismo.
Los primeros meses fueron un infierno. Me refugié en casa de mi primo Julián en Ecatepec, donde dormía en un colchón tirado en el suelo. Conseguí trabajo como ayudante en una bodega, cargando cajas hasta que los brazos me dolían tanto que no podía ni comer solo. Pero el dolor físico era nada comparado con el peso del remordimiento.
A veces soñaba con Mariana y los niños. En mis pesadillas, veía a Sofía buscándome entre la multitud del metro, gritando «¡Papá!» mientras yo me alejaba sin poder volver la vista atrás. Me despertaba sudando frío, con el corazón desbocado.
Pasaron los años. Nunca tuve el valor de regresar ni de llamar. Me enteré por mi hermana Lucía que Mariana había salido adelante como pudo: vendía tamales en la esquina y limpiaba casas para mantener a los niños. Sofía creció rápido; los trillizos —Emilia, Diego y Mateo— eran revoltosos pero sanos. Mariana nunca habló mal de mí frente a ellos, aunque todos sabían que su papá era un cobarde.
Un día cualquiera, mientras descargaba costales en la bodega, vi a un muchacho que se me quedó mirando fijamente. Tendría unos catorce años, cabello oscuro y ojos grandes como los míos. Sentí un escalofrío.
—¿Tú eres Ernesto Ramírez? —preguntó con voz firme.
Me quedé helado. Asentí con la cabeza.
—Soy Diego… tu hijo.
El mundo se detuvo. No supe qué decirle; las palabras se atoraron en mi garganta como piedras.
—Mamá no sabe que vine —continuó—. Solo quería verte… saber si eras real.
Me senté en una caja, temblando. Diego se acercó y me miró con una mezcla de rabia y tristeza.
—¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nos dejaste?
No pude sostenerle la mirada.
—Tenía miedo… No supe cómo enfrentar todo eso —balbuceé—. Pensé que era mejor para ustedes…
Diego apretó los puños.
—¿Mejor? ¿Sabes cuántas veces Sofía lloró por ti? ¿Cuántas veces mamá tuvo que elegir entre darnos de comer o pagar la renta?
Las lágrimas me brotaron sin control. Quise abrazarlo, pero él retrocedió.
—No vine por disculpas —dijo—. Solo quería verte a los ojos y decirte que, aunque te fuiste, salimos adelante… sin ti.
Se fue tan rápido como llegó. Me quedé ahí, solo entre cajas y polvo, sintiendo que el peso del mundo me aplastaba.
Esa noche caminé hasta la vieja casa donde vivíamos antes. Mariana estaba sentada afuera, vendiendo tamales como siempre. Cuando me vio, su rostro se endureció.
—¿Qué haces aquí?
Me arrodillé frente a ella, llorando como un niño.
—Perdóname… No hay día que no me arrepienta de lo que hice.
Mariana suspiró profundamente.
—No vine a buscarte porque no quería que mis hijos crecieran esperando algo que nunca ibas a darles. Pero ya son grandes… Si quieres hablar con ellos, es tu decisión. Yo ya no tengo nada que decirte.
Vi a Sofía asomarse por la puerta; ya era toda una señorita. Los trillizos jugaban en el patio, ajenos a mi presencia. Sentí una mezcla de orgullo y dolor: eran hermosos, fuertes… y yo no había estado ahí para verlos crecer.
Esa noche dormí en un hotel barato cerca del mercado. Pensé en todo lo que había perdido por miedo: los primeros pasos de mis hijos, sus cumpleaños, sus risas y hasta sus lágrimas. Pensé en cómo el miedo puede destruir familias enteras y cómo las decisiones cobardes dejan cicatrices profundas.
Al día siguiente fui al parque donde solíamos ir los domingos. Me senté en una banca y esperé. Uno a uno, mis hijos se acercaron: primero Sofía, luego Emilia y Mateo. Diego llegó al final, serio pero sin odio en los ojos.
Hablamos por horas. Les conté mi versión; ellos me contaron la suya. Lloramos juntos y reímos un poco también. No hubo perdón inmediato ni abrazos cálidos, pero hubo algo más valioso: la posibilidad de empezar a sanar.
Hoy sé que nunca podré recuperar el tiempo perdido ni borrar el dolor que causé. Pero también sé que enfrentar mis errores es el primer paso para ser mejor hombre… aunque sea tarde.
A veces me pregunto: ¿cuántos padres más han huido por miedo? ¿Cuántas familias rotas podrían salvarse si tuviéramos el valor de quedarnos y luchar juntos? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?