La casa de nuestros sueños: el regalo que rompió mi vida
—¿Por qué no puedes simplemente estar agradecida? —me gritó Marcos, su voz rebotando en las paredes recién pintadas del salón.
Me quedé helada, con las manos aún húmedas del agua con la que fregaba los platos. Afuera, la lluvia golpeaba los cristales, y dentro de mí, algo se rompía. No era la primera vez que discutíamos desde que nos mudamos a la casa que mis padres nos regalaron como boda. Pero esa noche, sentí que ya no podía más.
Recuerdo perfectamente el día en que mis padres, Carmen y Antonio, nos entregaron las llaves. Fue en el banquete de nuestra boda, rodeados de primos, tías y amigos. Mi madre lloraba de emoción mientras mi padre me abrazaba fuerte: “Queremos que empecéis vuestra vida juntos sin preocupaciones”, dijo. Todos aplaudieron. Yo también lloré, pero de una mezcla de alegría y miedo. ¿Y si no estaba preparada para tanto?
La casa estaba en las afueras de Valladolid, un chalé adosado con jardín y terraza. Era preciosa, sí, pero también enorme para dos personas. Los primeros días fueron una mezcla de ilusión y vértigo: elegir muebles, pintar habitaciones, discutir sobre si poner cortinas o estores. Marcos parecía feliz, pero yo sentía una presión constante en el pecho. ¿Y si no era capaz de estar a la altura del regalo? ¿Y si decepcionaba a mis padres?
Pronto empezaron los problemas. Marcos trabajaba muchas horas en la gestoría familiar y llegaba tarde, cansado y de mal humor. Yo, después de dejar mi trabajo en la tienda para preparar la mudanza y organizar la casa, me sentía sola y desubicada. Mis amigas seguían en el centro, saliendo los viernes por la noche; yo me quedaba en casa esperando a un marido que apenas me miraba.
—¿Por qué no buscas algo cerca? —me decía mi madre al teléfono—. Así puedes aprovechar la casa.
Pero no había nada cerca. Ni tiendas ni trabajo ni amigas. Solo silencio y paredes nuevas.
Las discusiones se hicieron rutina. Marcos se quejaba de que yo no hacía nada útil; yo le reprochaba su ausencia y su indiferencia. Una noche, después de una pelea especialmente dura, salí al jardín bajo la lluvia y grité hasta quedarme sin voz. Nadie me oyó.
Mis padres venían cada domingo a comer. Mi madre inspeccionaba cada rincón: “¿Por qué no has colgado los cuadros? ¿Has pensado en plantar rosales?” Yo asentía sin ganas. Mi padre miraba a Marcos con desaprobación cuando veía el césped sin cortar o la barbacoa oxidada.
Una tarde, mientras preparaba la comida para todos, escuché a mi madre susurrar en la cocina:
—No sé si Lucía está hecha para esto…
Sentí una punzada en el estómago. ¿Para qué? ¿Para ser feliz? ¿Para ser esposa? ¿Para vivir en una casa que nunca pedí?
La presión fue creciendo hasta convertirse en ansiedad. Empecé a dormir mal, a perder peso. Marcos apenas me hablaba; cuando lo hacía era para reprocharme algo: “¿Otra vez has dejado las luces encendidas? ¿Por qué no has llamado al fontanero?”
Un día, exploté:
—¡No puedo más! ¡Esta casa nos está matando!
Marcos me miró como si estuviera loca:
—La casa es lo mejor que nos ha pasado. El problema eres tú.
Me encerré en el baño y lloré durante horas. Pensé en irme, pero ¿a dónde? Mis padres me llamaban cada día para preguntar por la casa, nunca por mí.
La depresión llegó silenciosa pero implacable. Dejé de salir al jardín, dejé de contestar mensajes. Mi amiga Marta vino a verme un día:
—Lucía, tienes que pedir ayuda —me dijo—. Esto no es vida.
Fui al médico y empecé terapia. Al principio me sentía culpable: ¿cómo podía estar triste teniendo una casa preciosa y un marido trabajador? Pero poco a poco entendí que el problema no era solo la casa; era todo lo que representaba: expectativas ajenas, presión familiar, sueños impuestos.
Marcos y yo nos distanciamos aún más. Una noche, después de otra discusión interminable sobre el dinero (la hipoteca seguía a nuestro nombre), él hizo las maletas y se fue a casa de sus padres.
Mis padres vinieron al día siguiente:
—¿Qué has hecho? —me preguntó mi madre entre lágrimas—. ¡Con todo lo que hemos sacrificado por ti!
No supe qué responderles. Solo quería desaparecer.
Pasaron meses antes de que pudiera volver a salir al jardín sin sentir angustia. La terapia me ayudó a entender que tenía derecho a decidir mi propio camino, aunque eso significara decepcionar a los demás.
Ahora vivo sola en un piso pequeño en el centro. La casa sigue ahí, vacía, como un monumento a todo lo que perdí y aprendí.
A veces paso por delante y me pregunto: ¿Cuántas vidas se rompen intentando cumplir sueños ajenos? ¿Cuántas Lucías hay atrapadas en casas que nunca quisieron?