El día que solo uno volvió: Una madre entre la culpa y la esperanza
—¡Emiliano, Tomás! ¡No se tarden y cuiden el cambio!—grité desde la cocina, mientras el olor a frijoles refritos llenaba la casa. Era una tarde cualquiera en el barrio San Martín, en las afueras de Ciudad de México. El sol caía pesado sobre los techos de lámina y los perros ladraban como si supieran lo que estaba por pasar.
Emiliano, mi hijo mayor de doce años, ya estaba acostumbrado a ir a la tienda. Pero ese día, Tomás, con apenas seis años y una energía inagotable, insistió en acompañarlo. “¡Mamá, yo también quiero ir! ¡Prometo no soltarle la mano a Emiliano!”, suplicó con esos ojos grandes que heredó de su papá. Dudé un segundo, pero la lista de pendientes me ganó. “Está bien, pero no se separen ni un segundo”, advertí, sin imaginar que esas palabras serían un eco doloroso en mi cabeza.
Los vi salir corriendo, Tomás tratando de igualar el paso de su hermano. Cerré la puerta y volví a mis quehaceres. No pasaron ni veinte minutos cuando escuché el portón abrirse de golpe. Era Emiliano, solo, con la cara pálida y los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y Tomás?—pregunté, sintiendo cómo el corazón se me iba al suelo.
—Mamá… yo… yo lo solté solo un momento para pagar… Cuando volteé ya no estaba…—balbuceó entre sollozos.
Sentí que el mundo se detenía. Salí corriendo sin pensar, gritando el nombre de mi hijo por toda la cuadra. Los vecinos salieron a mirar, algunos ofrecieron ayuda, otros solo murmuraban entre dientes. “Otra vez…”, escuché decir a Doña Rosa, la señora de la esquina. No era la primera vez que un niño desaparecía en el barrio.
La policía llegó después de una hora. Me hicieron preguntas como si yo tuviera la culpa. “¿Por qué dejó que un niño tan pequeño saliera solo?”, “¿No sabe cómo está la situación?”. Cada palabra era una puñalada. Mi esposo, Jorge, llegó corriendo del trabajo, sudando y con la camisa manchada de grasa. Me abrazó fuerte, pero yo solo podía pensar en Tomás.
Esa noche no dormimos. Emiliano lloraba en silencio en su cuarto. Yo me sentía dividida entre consolarlo y culparlo. ¿Cómo le explicas a un niño que no es su culpa? ¿Cómo te perdonas por haberlos dejado ir?
Los días siguientes fueron un infierno. Pegamos carteles con la foto de Tomás por todo San Martín. Fui a la iglesia a pedirle a la Virgen que me devolviera a mi hijo. La policía nos decía que estaban haciendo todo lo posible, pero yo sabía que para ellos era solo otro caso más.
Los rumores no tardaron en llegar. Que si lo habían visto subirse a una camioneta blanca, que si alguien lo llevó al mercado, que si fue cosa de los narcos o trata de personas. Cada versión era peor que la anterior. Mi suegra me miraba con reproche disfrazado de consuelo: “Uno nunca debe confiarse, Mariana”.
Emiliano dejó de hablarme por semanas. Se encerraba en su cuarto y no quería comer. Una tarde lo encontré mirando fijamente una foto de él y Tomás jugando fútbol en el patio. “Perdón, mamá”, susurró sin mirarme. Me senté junto a él y lloramos juntos. Le prometí que íbamos a encontrar a su hermano.
Jorge empezó a beber más de la cuenta. Discutíamos por cualquier cosa: el dinero, la falta de respuestas, los reproches mutuos. “¡Tú los dejaste salir!”, me gritó una noche entre lágrimas y rabia contenida. Yo solo pude responderle con silencio y dolor.
Pasaron semanas y luego meses. La vida siguió para todos menos para nosotros. La gente dejó de preguntar por Tomás; los carteles se desvanecieron bajo el sol y la lluvia. Pero yo no podía rendirme. Cada vez que escuchaba pasos pequeños en la calle o veía un niño con el cabello revuelto como el suyo, mi corazón latía con esperanza y miedo.
Un día recibí una llamada anónima: “Si quieres volver a ver a tu hijo, junta veinte mil pesos”. El miedo se mezcló con una chispa de esperanza. La policía nos dijo que probablemente era una estafa, pero yo quería creer que era real. Vendimos lo poco que teníamos: el televisor, el refrigerador viejo, hasta las joyas de mi boda. Pero nunca volvieron a llamar.
La culpa se convirtió en mi sombra. Dejé de trabajar para buscarlo todos los días; recorrí hospitales, albergues y hasta fui al Semefo con el corazón en la mano. Cada vez que veía un cuerpo pequeño cubierto por una sábana blanca rezaba porque no fuera él.
Un año después, Emiliano me preguntó: “¿Crees que Tomás esté vivo?”. No supe qué responderle. A veces sueño que vuelve corriendo por la calle, gritando “¡Mamá!”. Otras veces siento que ya no tengo fuerzas para seguir buscando.
Hoy escribo esto porque sé que no soy la única madre en Latinoamérica viviendo este infierno silencioso. Porque aquí los niños desaparecen y parece que nadie escucha nuestros gritos.
¿Hasta cuándo vamos a vivir con miedo? ¿Cuántas madres más tendrán que buscar a sus hijos solas? Si alguna vez han sentido este dolor o conocen a alguien que lo haya vivido… ¿qué harían ustedes para seguir adelante?