Cuando la cuenta de la boda llegó: secretos, familia y corazones rotos

—¿Cómo que no tienen el dinero?— pregunté, con la voz quebrada y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a salirse del pecho. Estábamos en la sala de la casa de los papás de Camila, mi prometida, en pleno centro de Medellín. La boda era en tres días. Todo estaba listo: el salón, la comida, la música, las flores. Todo menos el dinero que los papás de Camila, don Ernesto y doña Lucía, habían prometido aportar.

Camila me miró con los ojos llenos de lágrimas. Su mamá, sentada frente a nosotros, bajó la cabeza. Don Ernesto se aclaró la garganta y dijo:

—Hijo, las cosas se pusieron difíciles en el negocio. No queríamos preocuparlos antes, pero… no tenemos cómo ayudarles con la boda.

Sentí una rabia tan grande que tuve que apretar los puños para no gritar. ¿Cómo era posible? Ellos habían insistido en invitar a toda su familia: los primos de Cali, los tíos de Bucaramanga, hasta una tía abuela que ni Camila conocía bien. Habían prometido cubrir la mitad de los gastos. Ahora, a tres días del evento, nos dejaban solos con una deuda que ni en sueños podíamos pagar.

—¿Y por qué no nos dijeron antes?— pregunté, tratando de mantener la calma.

Doña Lucía empezó a llorar. Camila se levantó y la abrazó. Yo me sentí solo, traicionado. Pensé en mi mamá, doña Rosa, que había vendido su joya más preciada para ayudarnos con el vestido y el anillo. Pensé en mi papá, don Julián, que aunque ya no estaba con nosotros, siempre me enseñó que la palabra dada era sagrada.

Esa noche, Camila y yo discutimos como nunca antes. Ella defendía a sus papás:

—No es su culpa que el negocio se viniera abajo. Ellos querían lo mejor para nosotros.

—¡Pero no pueden jugar así con nuestras vidas!— le grité sin querer. —¿Y ahora qué hacemos? ¿Le decimos a todos los invitados que no hay boda? ¿Nos endeudamos hasta el cuello?

Camila se echó a llorar y salió corriendo al cuarto. Yo me quedé solo en la sala oscura, escuchando el tic-tac del reloj y sintiendo que todo se venía abajo.

Al día siguiente, fui a ver a mi mamá. Me recibió con un café caliente y un abrazo fuerte.

—Mijo, uno se casa para ser feliz, no para quedar debiendo— me dijo mientras me acariciaba el cabello como cuando era niño.

Le conté todo. Ella suspiró profundo y me miró a los ojos:

—¿Tú amas a Camila?

—Sí, mamá. La amo más que a nada.

—Entonces busquen una solución juntos. Pero no cargues solo con el peso de los errores de otros.

Esa tarde hablé con Camila. Nos sentamos en el parque del barrio, viendo cómo los niños jugaban fútbol entre risas y gritos.

—No quiero empezar nuestra vida juntos con resentimientos— le dije.— Pero tampoco puedo hacerme el ciego ante lo que pasó.

Ella asintió, secándose las lágrimas.

—¿Y si hacemos algo sencillo? Cancelamos el salón caro, devolvemos lo que podamos… Hacemos una fiesta pequeña aquí en casa, solo con los más cercanos.

Sentí un alivio inmenso al escucharla decir eso. Por primera vez desde que empezó todo este lío, sentí que estábamos del mismo lado.

Esa noche llamamos a los proveedores. Algunos entendieron y nos devolvieron parte del dinero; otros no quisieron saber nada. Llamamos a los invitados: muchos se molestaron, otros nos apoyaron. Los papás de Camila estaban avergonzados pero nos ayudaron a limpiar la casa y preparar todo para la pequeña celebración.

El día de la boda llegó. No hubo salón lujoso ni orquesta ni mesa de postres infinita. Pero sí hubo arroz con pollo hecho por mi mamá y empanadas de la tía Gloria. Hubo risas sinceras y abrazos apretados. Hubo lágrimas, sí, pero también promesas verdaderas.

Al final del día, cuando todos se fueron y quedamos solos en la sala llena de globos desinflados y platos sucios, Camila me tomó la mano y me dijo:

—Perdón por todo esto…

La abracé fuerte.

—No importa cómo empezó esta historia— le susurré.— Lo importante es cómo la vamos a escribir juntos.

Hoy han pasado dos años desde esa boda improvisada. A veces pienso en lo cerca que estuvimos de perderlo todo por orgullo y apariencias. En Latinoamérica es común que las familias quieran aparentar más de lo que tienen; que prometan fiestas imposibles solo por quedar bien ante los demás. Pero al final, ¿vale la pena sacrificar el amor propio y la tranquilidad por una foto bonita en Instagram?

A veces me pregunto: ¿cuántas parejas han pasado por lo mismo? ¿Cuántos han dejado que el dinero o las expectativas familiares destruyan lo más importante? ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?