El Últimatum de Camila: Un Matrimonio Roto por la Mentira y la Pobreza
—¡No me mientas más, Julián! —grité, con la voz quebrada, mientras sostenía a mi hija en brazos. El eco de mi desesperación rebotó en las paredes desnudas de nuestro pequeño apartamento en el centro de Medellín. Julián, con la camisa arrugada y el olor a perfume barato impregnado en su piel, apenas me miró.
—Camila, no es lo que piensas…
—¿No es lo que pienso? ¿Entonces por qué encontré esos mensajes? ¿Por qué ella te llama a las dos de la mañana? —Las lágrimas me ardían en los ojos, pero no iba a dejar que me viera débil. No después de todo lo que había sacrificado por él.
Nuestra hija, Valentina, apenas tenía tres meses. Yo había dejado mi trabajo como profesora para cuidar de ella porque Julián insistió en que él podía mantenernos con su negocio de repuestos para motos. Pero esa noche, mientras Valentina lloraba y yo temblaba de rabia, supe que mi vida jamás volvería a ser la misma.
Julián se fue esa madrugada. No se llevó nada, ni siquiera su cepillo de dientes. Solo dejó una nota en la mesa: “Lo siento. No puedo más”.
Los días siguientes fueron un torbellino de llamadas a mi mamá, lágrimas escondidas y noches sin dormir. Mi madre, doña Teresa, llegó desde Bello para ayudarme. “Mija, los hombres son así. Pero usted es fuerte. Por Valentina, usted puede con esto”, me repetía mientras cocinaba arepas y me abrazaba cuando creía que yo dormía.
Pero el verdadero golpe vino cuando intenté pedirle a Julián lo justo: que respondiera por su hija. Al principio me ignoró. Luego, cuando lo cité ante la Comisaría de Familia, apareció con un abogado y una sonrisa cínica.
—Camila, no tengo nada a mi nombre —me dijo, sin vergüenza—. El negocio quebró. Estoy en bancarrota.
—¡Mentira! —le grité—. ¡Tú sigues manejando esa moto nueva! ¡Te vi en Instagram viajando a Santa Marta!
El abogado suyo, un hombre gordo y sudoroso llamado don Ramiro, me miró como si yo fuera una molestia menor. “Señora Camila, si no hay pruebas de ingresos, no podemos obligarlo a pagar más de lo que declara”.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía ser tan fácil para él esconder sus bienes? ¿Por qué la ley parecía estar de su lado?
Las semanas se convirtieron en meses. Yo vendía postres en la esquina del barrio para poder comprar pañales y leche para Valentina. Mi mamá me ayudaba con lo poco que ganaba limpiando casas. A veces pensaba en rendirme, dejar de pelear contra un sistema corrupto y machista que protegía a hombres como Julián.
Pero cada vez que veía los ojos grandes y oscuros de mi hija, recordaba por qué debía seguir luchando.
Un día recibí una llamada inesperada. Era Natalia, una amiga de la universidad que ahora trabajaba como periodista.
—Cami, vi tu historia en Facebook. ¿Quieres contarla? Hay muchas mujeres pasando por lo mismo.
Al principio dudé. Me daba vergüenza exponer mi vida privada. Pero después pensé en todas las veces que me sentí sola e impotente frente a la injusticia.
La entrevista salió publicada en un medio local. Recibí mensajes de otras madres solteras: historias de abandono, de hombres que escondían sus ingresos, de jueces indiferentes y abogados corruptos. Sentí rabia, pero también una extraña fuerza colectiva.
Una tarde lluviosa, mientras Valentina dormía sobre mi pecho, Julián apareció en la puerta del apartamento. Estaba más flaco y ojeroso.
—Camila… —susurró—. Necesito ver a mi hija.
Lo miré largo rato antes de responder.
—¿Ahora sí te acuerdas que tienes una hija? ¿O vienes porque te da miedo quedar mal ante la gente?
Julián bajó la cabeza.
—No tengo plata… De verdad… Pero quiero ayudar…
Me reí amargamente.
—¿Ayudar cómo? ¿Con promesas vacías? ¿Con mentiras ante el juez?
Él se sentó en el suelo y lloró como nunca lo había visto llorar. Por un momento sentí lástima, pero luego recordé todas las noches que pasé sin comer para darle leche a Valentina.
—No quiero tu lástima ni tus lágrimas —le dije—. Quiero justicia para mi hija.
La batalla legal siguió. Conseguí una abogada joven y valiente del consultorio jurídico de la universidad pública. Ella logró demostrar que Julián había puesto el negocio a nombre de su primo para evadir sus responsabilidades.
El juez finalmente ordenó una pensión mínima. No era mucho, pero era un principio.
A veces veo a Julián en la calle, vendiendo repuestos usados o tomando tinto con sus amigos del barrio. Ya no siento odio ni tristeza. Solo una determinación tranquila de seguir adelante por Valentina.
Hoy trabajo medio tiempo como profesora y sigo vendiendo postres los fines de semana. Mi mamá sigue conmigo; juntas criamos a Valentina con amor y dignidad.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más tendrán que pasar por esto? ¿Hasta cuándo vamos a permitir que la ley sea solo para los vivos y no para las madres luchadoras?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mis zapatos? ¿Alguna vez han sentido que el sistema les da la espalda?