La extraña nuera de mi hijo: ¿Una amenaza o una oportunidad para la familia?
—¡No pienso recoger los platos yo sola otra vez, Sergio! —La voz de Lucía retumbó en el comedor, justo cuando yo iba a levantarme para ayudarla. Mi hijo me miró de reojo, incómodo, mientras mi marido, Antonio, fingía no escuchar y seguía pelando la naranja como si nada pasara.
Yo, Carmen, me quedé petrificada con la servilleta en la mano. Era la tercera vez esa semana que Lucía insistía en que todos colaboráramos en las tareas de la casa. Desde que se casó con Sergio y se mudaron a nuestro piso de Madrid, nada era igual. Antes, cuando mi nuera era solo la novia de mi hijo, todo parecía fácil: venía, sonreía, traía un postre y se marchaba. Pero ahora… ahora cuestionaba cada costumbre, cada gesto cotidiano.
—Mamá, ¿puedes sentarte un momento? —me pidió Sergio, con esa voz suave que usaba cuando quería evitar un conflicto.
—No pasa nada, hijo. Yo lo hago encantada —respondí, intentando restar importancia al asunto.
Pero Lucía no se rindió:
—No es justo que siempre seas tú quien lo haga, Carmen. Todos vivimos aquí. Todos ensuciamos. Todos deberíamos limpiar.
Sentí una punzada de vergüenza y rabia. ¿Acaso estaba insinuando que yo era una criada? ¿Que mi manera de llevar la casa estaba mal? Miré a Antonio buscando apoyo, pero él seguía con su naranja.
Esa noche no pude dormir. Me revolvía en la cama pensando en cómo habían cambiado las cosas. Recordaba a mi madre, a mis tías, a todas las mujeres de mi familia: siempre pendientes de los demás, siempre las últimas en sentarse a la mesa y las primeras en levantarse. ¿Era eso lo que quería para Lucía? ¿Era eso lo que quería para mí?
Al día siguiente, mientras preparaba el café, escuché a Lucía hablando por teléfono en la cocina:
—No sé si podré aguantar mucho más… Siento que no encajo aquí. Todo el mundo espera que yo haga lo mismo que Carmen, pero no puedo… No quiero vivir así.
Me dolió escucharla. No era mala chica. Era lista, trabajadora y trataba bien a Sergio. Pero su manera de ver el mundo chocaba con la mía. ¿Por qué tenía que ser todo tan diferente ahora?
En el barrio empezaron los comentarios. En la panadería, Pilar me preguntó:
—¿Qué tal con tu nuera? Dicen que es muy moderna…
Yo sonreía y cambiaba de tema, pero por dentro hervía. ¿Por qué tenía que justificarme ante los demás? ¿Por qué sentía que estaba perdiendo el control de mi propia casa?
Las discusiones se hicieron más frecuentes. Un día, después de una comida familiar en la que Lucía propuso un calendario de tareas para todos —incluido Antonio—, mi marido explotó:
—¡En esta casa siempre se ha hecho así! ¡No necesitamos tus modernidades!
Lucía se fue llorando a su habitación y Sergio salió tras ella. Me quedé sola con Antonio en el salón.
—¿Y si tiene razón? —me atreví a decirle en voz baja.
Él me miró sorprendido.
—¿Tú también ahora?
No supe qué contestar. Me sentí dividida entre dos mundos: el de las mujeres que habían sacrificado todo por su familia y el de una generación que exigía igualdad y respeto.
Pasaron los días y el ambiente se volvió irrespirable. Una tarde, mientras doblaba ropa en silencio, Sergio se acercó:
—Mamá, Lucía y yo estamos pensando en buscar un piso para nosotros solos.
Sentí un nudo en la garganta. Sabía que ese momento llegaría, pero no así… No por una discusión sobre quién friega los platos.
Esa noche llamé a mi hermana Rosario para desahogarme.
—¿Y qué más da quién limpie? —me dijo—. Lo importante es que estéis bien. A lo mejor deberías dejarles espacio…
Colgué el teléfono sintiéndome vieja y cansada. ¿Era yo el problema? ¿O era el mundo el que había cambiado demasiado rápido?
El día que Sergio y Lucía se marcharon fue gris y lluvioso. Les ayudé a meter las cajas en el coche sin decir mucho. Antes de irse, Lucía se acercó y me abrazó:
—Gracias por todo, Carmen. De verdad.
Me quedé sola en el portal mirando cómo se alejaban bajo la lluvia. Entré en casa y me senté en el sofá vacío. Por primera vez en mucho tiempo, no tenía nada que hacer.
Ahora paso los días recordando aquellos momentos y preguntándome si hice lo correcto. ¿Debería haber escuchado más a Lucía? ¿Deberíamos haber cambiado todos un poco?
A veces me sorprendo pensando en ella con cariño y admiración. Quizás no era tan extraña después de todo… Quizás solo quería ser feliz a su manera.
¿Y vosotros qué pensáis? ¿Es tan difícil cambiar las costumbres cuando toda una vida te han enseñado lo contrario? ¿Hasta dónde debemos ceder por amor a la familia?